Educar
sin gritos es la mejor opción que podemos asumir como padres y educadores.
Gritar no es pedagógico ni saludable para el cerebro del niño, porque lejos de
resolver algo lo que se consigue con ello es activar dos tipos de respuestas
emocionales: el miedo y/o la rabia. Aprendamos por tanto a educar, a
disciplinar desde el corazón, la empatía y la responsabilidad.
Quienes sean padres o quienes trabajen a diario en el
mundo de la educación y enseñanza, se habrán visto tentados en múltiples
ocasiones de alzar la voz para, en un momento dado, detener esa conducta
disruptiva o desafiante, ese berrinche que desafía toda nuestra templanza. No podemos negarlo, momentos así
hay muchos, son instantes en que el cansancio se combina con el estrés y el
cupo de nuestra desesperación se desborda.
“Los
gritos no educan, educar con gritos ensordece el corazón y cierra el
pensamiento”
Ceder, dar paso al grito, es algo que hacen muchas
personas. No es ningún tabú parental. De hecho, hay quien afirma que los
gritos, como los “cachetes bien dados” funcionan, son útiles. Ahora bien, no nos equivoquemos,
porque quien opta por educar con gritos y ve con buenos ojos estos recursos ha
normalizado tales conductas: quizás las aplicaron con ellos siendo niños.
Ahora, convertidos en adultos son incapaces de usar otras herramientas, otras
alternativas más útiles y respetuosas.
Educar
sin gritos no solo es posible, sino que es necesario. Disciplinar,
corregir, guiar y enseñar sin recurrir al grito tiene un impacto positivo en el
desarrollo de la personalidad del niño. Es un modo eficaz de cuidar su mundo
emocional, de atender su autoestima, de dar ejemplo y hacerles ver que existe
otro tipo de comunicación, esa que no duele, esa que sabe entender y conectar con las auténticas
necesidades.
El
impacto neurológico en el cerebro de los niños
Algo que como padres y educadores habremos notado en más
de una ocasión es que a veces nos faltan recursos, estrategias y alternativas.
Sabemos que el grito no es útil y que con él nunca se obtiene el resultado que
uno espera. Lo que
conseguimos es que en la mirada del niño aparezca el brillo del miedo, de la
rabia contenida… Es necesario por tanto que aprendamos adecuadas claves
para educar sin gritos, para dar forma a una educación positiva capaz de
resolver con inteligencia este tipo de situaciones.
Así, un primer aspecto que no podemos perder de vista es
el impacto que tienen los gritos por sí mismos en el cerebro humano y en el
propio desarrollo neurológico del niño. El acto de “gritar” tiene una finalidad muy concreta en
nuestra especie y en cualquier otra: alertar de un peligro, de un riesgo.
Nuestro sistema de alarma se activa y se libera cortisol, esa hormona del
estrés que tiene como finalidad poner las condiciones físicas y biológicas
necesarias para huir o pelear.
De este modo, el pequeño que vive en un entorno donde se
hace uso y abuso del grito como estrategia educativa, sufrirá alteraciones
neurológicas muy concretas. El
hipocampo, esa estructura cerebral relacionada con las emociones y la memoria,
tendrá un tamaño más reducido. También el cuerpo calloso, punto de unión
entre los dos hemisferios, recibe menos flujo sanguíneo, afectando así a su
equilibrio emocional, a su capacidad de atención y otros procesos cognitivos…
El
grito es una forma de maltrato, un arma invisible que no se ve, que no se puede
tocar, pero su impacto es sencillamente devastador en el cerebro del niño.
Esa liberación excesiva y permanente de cortisol sume al pequeño en un estado
de estrés y alarma constante, en una situación de angustia que nadie merece y
que nadie debería experimentar.
Educar
sin gritos, educar sin lágrimas
Pablo tiene 12 años y no va muy bien en el instituto. Sus
padres lo llevan ahora a una academia donde le dan clases extraescolares para
reforzar varias asignaturas, en especial las instrumentales. Se levanta todos
los días a las 8 y llega a casa a las 9 de la noche. Este trimestre, Pablo ha
suspendido tres asignaturas: matemáticas e inglés. Dos menos que el trimestre
pasado.
Cuando llega a casa con las notas, su padre no puede
evitar gritarle. Le echa en cara su pasividad y todo el dinero que invierten en
él “para nada”. Tampoco falta la típica frase de “tú no serás nadie en esta vida”. Tras la reprimenda,
Pablo se encierra en la habitación diciéndose a sí mismo que el mundo no vale
la pena, que quiere dejar el instituto e irse de casa cuanto antes, lejos de
todo y de todos, en especial de sus padres.
Esta situación, conocida seguramente en muchos hogares,
es un pequeño ejemplo de lo que ocasionan los gritos y unas palabras
desafortunadas expresadas en un momento dado. No obstante, veamos con más detalle lo que algo así puede
ocasionar en caso de que este tipo de reacciones sea algo habitual y reiterado
en un entorno familiar.
“Los
niños y adolescentes interpretan el grito como reflejo del odio, de este modo,
si sus progenitores se dirigen a ellos de esta forma se sentirán rechazos, no
amados y despreciados.”
La mente no procesa de forma adecuada la información que
se emite a través de un mensaje emitido en un tono de voz elevado. Así, todo lo
que se diga entre gritos carece de utilidad alguna.
Todo
grito suscita una emoción, y generalmente lo que aparece es rabia y necesidad
de huida. Con lo cual, lejos de solucionar algo lo complicamos mucho más.
¿Cómo
puedo educar sin gritos?
Lo decíamos al inicio, existen múltiples alternativas
antes de recurrir al grito, varias estrategias que pueden ayudarnos a construir
un dialogo más reflexivo, una educación positiva basada en esos pilares donde
construir un vínculo más saludable con nuestros hijos. Veamos ahora algunas claves básicas.
Debemos
entender en primer lugar que gritar es perder el control. Así de simple.
Por tanto, en el momento en que percibamos que aparece esa necesidad debemos
tomar aire y reflexionar. Si
nuestro primer impulso para terminar con la rabieta de ese niño de 3 años o
para comunicarnos con ese adolescente de 12 es recurrir al grito, deberemos
detenernos y entender que si alzamos la voz lo perdemos todo.
Siempre
hay un motivo detrás de una conducta o de una situación determinada.
Entender, empatizar con el niño es avanzar y para ello se
requieren dos dimensiones: paciencia y cercanía. El niño que explota en un
berrinche necesita que le enseñemos a gestionar su complejo mundo emocional. El adolescente acostumbrado a
que se le diga qué debe hacer en cada momento necesita que le preguntemos qué
piensa, qué siente, qué le ocurre… Ser escuchado de vez en cuando puede
ser balsámico en esta y en cualquier edad.
Para
concluir, educar sin gritos es ante todo una elección personal que requiere de
voluntad y trabajo diario por parte de toda la familia. Cabe decir además que
no hay una clave mágica que nos sirva en todas las situaciones y con todos los
niños. Sin embargo, sí existen algunas que son útiles con la mayoría: compartir
tiempo de calidad, darles órdenes coherentes, identificarnos como figuras de
apoyo incondicional o incentivarles para que asuman aquellas responsabilidades
que están a su alcance por su nivel de desarrollo.
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