Un
estudio de la Universidad de Harvard estableció que el consumo de proteínas
animales ha sido determinante para el desarrollo humano, incluso antes de que
el fuego se usara para cocinar
La apología del vegetarianismo se sostiene tanto en la
crítica a la crueldad que el ser humano aplica a otros animales para
convertirlos en parte de su cadena alimenticia —lo sabe cualquier persona que
haya visto un documental sobre un matadero o imágenes de la cría industrial de
pollos— como en la prueba médica de las enfermedades asociadas al consumo de
carne, en particular roja: problemas cardiovasculares, colesterol alto, cáncer.
Comer carne está mal y
hace mal: la cultura popular prácticamente ha incorporado esa noción.
Pero ¿y si la presentación de esos datos se privara de un
contexto adecuado, para forzar las conclusiones de una ideología alimentaria?
Un estudio de la Universidad de Harvard sobre el papel de
la carne en la evolución de la especie, "Impact of meat and Lower
Palaeolithic food processing techniques on chewing in humans"
("Impacto de la carne y las técnicas de procesamiento de alimentos en el
Paleolítico Inferior en la masticación de los humanos") parecería
indicarlo.
Al incorporar la carne a su dieta, aquellos homínidos
abrieron el camino evolutivo que condujo a las características actuales del
Homo erectus, entre ellas el desarrollo del cerebro.
Eso
no implica que la dieta moderna ignore los beneficios de salud y ambientales de
evitar la carne (la cría de animales para el consumo afecta el efecto
invernadero, por ejemplo) pero sí termina con el criterio según el cual los
humanos son vegetarianos por naturaleza. El nuevo análisis, resultado de
los experimentos de los biólogos especialistas en evolución Katherine D. Zink y
Daniel E. Lieberman, muestra que la carne jugó un papel central en la
constitución de la naturaleza humana tal como se la conoce en el presente.
Hace 2.6 millones de años los ancestros del hombre
moderno comenzaron a dedicar menos tiempo y menos esfuerzo a masticar —como
referencia baste señalar que hoy en día los chimpancés pasan la mitad de su día
haciéndolo— al agregar carne su dieta, y elaborarla sin fuego —que se incorporó
hace 500.000 años— con utensilios que permitían molerla. Se estima que ese ahorro de
masticación permitió la reducción del tamaño de la mandíbula, sus músculos y
los dientes, a la vez que el aumento de consumo de proteína permitió que el
cerebro se transformara.
Según la investigación, cuando la carne llegó a
representar la tercera parte de la dieta, el número de ciclos de masticación
por año se redujo en casi 2 millones o el 13%, al que habría que sumarle otro
5% por el procesamiento de la carne con instrumentos de piedra como los
morteros.
Un experimento
nauseabundo
Para poner a prueba su hipótesis, los científicos midieron el desempeño de humanos
adultos modernos en la masticación de carne cruda de cabra ("que es
relativamente dura y por eso más similar a las presas salvajes que la res
domesticada", se argumenta en el estudio) y de batatas, zanahorias y
remolachas, los vegetales de alto valor calórico que integraban la dieta de los
proto-humanos. Los
voluntarios que participaron en el experimento recibieron estos ingredientes,
de manera azarosa, "sin procesar, procesados con los dos métodos mecánicos
más simples disponibles para el homínido del Paleolítico inferior (cortar y
moler) o asados, la forma más simple de cocinar".
Los voluntarios masticaron carne cruda de cabra, además
de verduras
Zink, la autora principal del estudio e integrante del
laboratorio que dirige Lieberman, el titular de la cátedra Edwin M. Lerner de
Ciencias Biológicas, solicitó a los participantes del experimento que
masticaran cada bocado hasta el punto en el cual normalmente podrían tragarlo,
pero que en cambio lo escupieran. "Lo que Katie hizo fue creativo, pero a
veces, francamente, un poco nauseabundo", dijo Lieberman a Newswise. A
continuación, Zink desplegaba la materia resultante, la fotografiaba y tomaba
sus medidas.
Su
análisis le permitió comprobar que los humanos no pueden comer carne cruda de
modo efectivo con sus dientes. "Cuando se le da a la gente cabra cruda,
mastican y mastican y mastican, y la mayor parte de la carne permanece en una
masa principal", agregó Lieberman. "Es como masticar
goma", dijo Zink a The New York Times. En cambio, al cortarla o molerla
las diferencias en la masticación son abismales.
"Especulamos que a pesar de los muchos beneficios de
cocinar para reducir las bacterias y los parásitos endógenos, y aumentar la
ganancia energética", escribieron los investigadores en el texto que se
publicó en Nature, "las reducciones en los músculos de la mandíbula y el
tamaño de los dientes que evolucionaron hacia el Homo erectus no necesitaron
del proceso de cocinar, y deben haber sido posibles por los efectos combinados
de comer carne y procesar mecánicamente tanto la carne como los vegetales
duros".
El
estudio contradice la idea de que el fuego fue determinante en la evolución
humana
El
estudio destaca que la carne requiere menos fuerza masticatoria por caloría que
las plantas duras generalmente disponibles para aquellos homínidos, pero sus
molares chatos no podían romper las fibras de la carne cruda. De ahí la
importancia del procesamiento en morteros o por corte: sin eso, los beneficios
de la carne que transformaron la especie no hubieran sido posibles hasta la
aparición de, por ejemplo, el fuego controlado para cocinar, unos 2,5 millones
de años después del uso de estos utensilios de piedra, que datan de 3,3
millones de años.
Los
alimentos y la evolución humana
La dieta del ser humano es enormemente variada, pero en
principio tiene como características visibles dos elementos: la masticación, propia de los
mamíferos (los reptiles, por ejemplo, apenas si muerden su alimento, en
general lo tragan entero), y
la elaboración: ningún otro animal transforma los ingredientes por
calor, por ejemplo.
Ningún
animal transforma los alimentos por calor, como hace el hombre
La novedad del estudio de Zink y Lieberman es que
contradice la idea aceptada de que el fuego fue capital para la evolución
humana al brindar evidencia de que mucho antes de su uso se verificaron cambios
de importancia —la reducción masiva de los dientes y los músculos de la
mandíbula, el achicamiento de los intestinos, la expansión del cerebro—
relacionados con la incorporación natural de la carne a la dieta. Y para
hacerlo sin pasar 11 horas en promedio masticando, los precursores de la
especie debieron encontrar esta suerte de atajo que constituye el procesamiento
mecánico de un nutriente revolucionario.
"Los
orígenes del género Homo son oscuros, pero a la altura del Homo erectus se
habían desarrollado cerebros y cuerpos más grandes que, junto con campos más
amplios de búsqueda de alimentos, habrían incrementado las necesidades
energéticas de los homínidos", comienza el texto que sintetiza el
experimento. "No obstante, el Homo erectus se diferencia de los
homínidos anteriores porque
tiene dientes relativamente más pequeños, músculos masticadores
reducidos, una menos fuerza máxima de mordida y un intestino relativamente más
pequeño".
Los científicos ignoran aún cuáles fueron las presiones
ambientales o de otra índole que forzaron esos cambios. Pero establecieron algo importante: "No
hubieran sido posibles sin un aumento del consumo de carne en combinación con
la tecnología de procesamiento de los alimentos".
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