Hay días en los que
todo parece un anticipo a la pérdida, como si nuestro corazón flotara,
intentando sobrevivir a una tormenta de sueños atrapados en burbujas. Esas
burbujas frágiles que se
forman en nuestra mente, llenas de deseos y esperanzas, a veces estallan antes
de llegar a ser realidad. Y ahí, en medio de esa riada de emociones, nos aferramos a lo
que podemos, tratando de encontrar un sentido.
Es
curioso cómo, incluso en
la lucha, llevamos con nosotros esas agendas llenas de tareas, esos planes que
nunca se concretan, como si fueran pequeñas jaulas de jabón. Mueren en el olvido, como la
espuma en la ducha, mientras las horas construyen su propio final, su epílogo,
justo al lado de nuestra almohada.
Pero,
en medio de esta noche que
parece eterna, hay un consuelo. Los labios impacientes de la oscuridad nos sanan, nos
envuelven con su fragancia y nos guían, aunque sea a través de la frialdad de
la piedra. En esos momentos, cuando el corazón se siente tan frágil como un mineral
tierno, es cuando encontramos nuestra tregua, nuestra alianza con la noche.
Puede que sientas que te han robado
algo, que algo dentro de ti se ha vuelto tan agudo y limpio como un vino joven,
como el brillo del oro o el filo de una piedra. Pero es en esa claridad, en esa pureza, que encuentras la
paz. La noche se convierte en una obra, una creación que, aunque rara, es tuya,
te pertenece. Y mientras las estrellas sonríen y susurran en el
cielo, escuchas la música de un piano que, al igual que las estrellas, sigue brillando en la oscuridad.
Así que, cuando sientas que todo se
desmorona, recuerda que incluso en la noche más oscura, hay una luz que nunca
se apaga, una esperanza que nunca muere. Y mientras flotamos, sobrevivimos, y seguimos adelante,
nos damos cuenta de que, a pesar de todo, siempre hay algo hermoso en medio de
la tormenta.
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