Amada mía, en cada susurro del viento, en cada brisa suave que acaricia mi piel, escucho tu nombre. Es como si el aura misma te trajera de vuelta, vestida de pura blancura, como un reflejo de la paz que solo tú me das. No importa que mis ojos ya no puedan verte, porque te llevo dentro, tan profundamente en mi ser, que no hay distancia que pueda separarnos.
El eco de tus pasos, ese sonido tan único que mi alma reconoce, aún resuena en las montañas, como un recordatorio de que aunque ya no estás aquí, sigues presente en todo lo que me rodea. Las campanas repican, su sonido profundo y sombrío parece llenar el aire, pero incluso ellas no pueden apagar la verdad que late en mi corazón: te espero, te sigo esperando, porque el amor no entiende de finales.
Y mientras el martillo golpea, anunciando lo inevitable, mientras la tierra se abre para recibirte, sigo creyendo que esta despedida es solo un paso en un camino que aún no termina. Mis ojos ya no podrán contemplarte, pero mi corazón, ese fiel guardián de nuestro amor, sigue aguardando, incansable, por el día en que volvamos a encontrarnos, más allá del tiempo, más allá de todo.
Amada, el aura dice
tu pura veste blanca...
No te verán mis ojos;
¡mi corazón te aguarda!
El aura me ha traído
tu nombre en la mañana;
el eco de tus pasos
repite la montaña...
No te verán mis ojos;
¡mi corazón te aguarda!
En las sombrías torres
repican las campanas...
No te verán mis ojos;
¡mi corazón te aguarda!
Los golpes del martillo
dicen la negra caja;
y el sitio de la fosa,
los golpes de la azada...
No te verán mis ojos;
¡mi corazón te aguarda!
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