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“EL PODER TE DA VIDA… PERO ¿TE ROBA EL ALMA ANTES DE QUE TE MUERAS?”

 

A primera vista, parece un trato justo: el poder mejora tu salud, amplía tu red, acelera tu riqueza y te coloca por encima de las estadísticas mortales. Los datos no mienten: un bajo estatus social es un predictor más letal de enfermedades cardíacas que la obesidad o la hipertensión. El cuerpo humano responde al estrés de la impotencia como si estuviera bajo ataque constante —cortisol, inflamación crónica, sistema inmunológico debilitado. En cambio, el poder —entendido como capacidad de decidir sobre tu destino— actúa como un regulador biológico, casi un fármaco endógeno contra la desesperanza.

Y sin embargo… algo huele mal en la cima.

Henry Kissinger lo resumió con elegancia seductora al decir que “el poder es el mayor de los afrodisíacos”. Pero Kissinger describió el síntoma, no la enfermedad. Porque un afrodisíaco despierta el deseo… pero no garantiza la plenitud. Algunos se excitan con el poder y nunca logran conectar con lo que verdaderamente importa.

Miremos la paradoja en acción:Los Clinton ganaron $109 millones en ocho años tras la Casa Blanca. Tony Blair se enriqueció sustancialmente en tres años post-política. No por inventar tecnología ni cultivar tierras, sino por monetizar la influencia: discursos, consultorías, conexiones opacas. Esto no es éxito. Es la conversión del mandato público en capital privado —una alquimia peligrosa que transforma el servicio en mercancía.

Y en el sector corporativo, la precariedad es la nueva norma:El gerente moderno dura en promedio 6 años en su cargo, menos de la mitad que hace treinta años. No porque sea menos capaz, sino porque el sistema ya no premia la lealtad ni la visión a largo plazo; exige resultados trimestrales, virales, disruptivos… incluso si eso significa quemar capital humano, ético o ambiental.

Entonces surge la pregunta que nadie quiere formular en voz alta:¿Para qué sirve el poder si, una vez alcanzado, te descubre más vacío que antes?

Aquí está la distinción decisiva —y la idea más importante de todas: El poder instrumental busca dominar, controlar, acumular. Es efímero, competitivo y agotador. El poder transformador busca servir, elevar, sanar. Es sostenible, generativo y profundamente humano.

La tragedia moderna no es la lucha por el poder. Es la confusión sistemática entre estos dos tipos de poder, alimentada por una cultura que mide el valor por el ROI (Return on Investment) y olvida el ROH (Return on Humanity):

¿Cuántas vidas mejoraron por tu paso?

¿Cuánta justicia ayudaste a construir?

¿Cuánta dignidad devolviste a quienes la habían perdido?

 

El poder sin propósito es adicción disfrazada de ambición.El liderazgo sin ética es teatro con traje de ejecutivo.El éxito sin conciencia es un récord… que nadie celebrará en tu funeral.

Y es aquí donde todas las piezas convergen en una verdad ineludible:Las cosas que realmente importan —el amor, la integridad, la paz interior, el legado ético— no son acumulables. Son cultivables.No se compran con poder. Se construyen con presencia, con coherencia, con humildad. Y muchas veces, florecen precisamente cuando uno decide soltar el poder… para abrazar la responsabilidad.

 

REFLEXIONES DE UN SACERDOTE CATOLICO

El poder, cuando no nace del amor, se convierte en idolatría. Henry Kissinger dijo que era el mayor afrodisíaco, pero olvidó que todo poder sin servicio se vuelve corrupción del alma. Dios nos enseña que el verdadero poder es el de quien se arrodilla para lavar los pies de los demás. El poder auténtico no busca dominar, sino elevar; no acumula riquezas, sino misericordia. Quien usa su autoridad para construir justicia y sembrar paz se asemeja a Cristo, el Rey humilde. El poder que no sirve, no sirve para nada.


 


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