Hay realidades que parecen invencibles: la
enfermedad, el dolor, el tiempo… y la muerte. Esta última, silenciosa y
definitiva, nos enfrenta con el límite más temido de nuestra existencia. Pero
hay algo que, incluso ante ella, se mantiene de pie: el amor.
El amor
verdadero —el que nace del
corazón y se entrega sin medida— no muere con el cuerpo. Permanece. Sobrevive
al olvido, a la ausencia, al paso de los años. El amor de una madre, de un
amigo, de un ser que dio todo sin esperar nada, deja huellas tan profundas que
ni la muerte puede borrarlas.
Desde la fe,
los cristianos creemos que el amor no solo sobrevive: vence. Jesús, con su entrega en la cruz y su
resurrección, no solo nos mostró que el amor es eterno, sino que es más fuerte que la muerte misma.
Cuando amamos con ese amor que da la vida, participamos de esa victoria. Cuando
recordamos con ternura, cuando seguimos sirviendo aunque duela, cuando
perdonamos, cuando confiamos… estamos diciendo al mundo que la muerte no tiene la última palabra.
Hoy, más que
nunca, necesitamos creer que el amor puede más. Que lo vivido, lo entregado y lo compartido sigue
latiendo, aunque el cuerpo ya no esté. Que todo acto de amor auténtico
se convierte en semilla de eternidad.
Porque al
final, el amor —cuando es verdadero— nunca se pierde. Solo se
transforma y florece más allá de lo visible.

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