Nos viven juzgando. A mucha
gente le parece equivocado o mal lo que hemos decidido. Con o sin derecho sobre
nuestras vidas, dan su opinión, pero
disfrazándola de consejo o sabiduría. Y muchas veces, imprimiendo a sus palabras
un tono autoritario y muy despectivo aludiendo a que somos hombres y debiéramos
contener nuestras emociones, tristezas o lágrimas.
Y
eso nos corresponde como seres sensibles. No somos débiles
ni estamos limitados emocionalmente por nuestra condición de varones. Al contrario. Muchas
veces se dijo y yo lo creo, que el hombre es más noble con sus sentimientos y
si se enamora, lo hace más profunda y
sinceramente que una mujer.
Pero,
volviendo al derecho individual. Nadie,
debe tratar con dureza y crueldad a nadie ni desmerecer su entereza. Ya sea la opinión de una esposa, o el padre a su hijo. Debemos ser
mucho más cautos y piadosos, cuando corregimos en algo que hace mal o creemos
que se equivoca otra persona. No es lo mismo ser firme y concreto en lo que se
le indica o lo que pide un educador. Allí
sí, se justifica cierta firmeza y certidumbre (no dije autoritarismo ni
dureza) que es muy distinto.
Por el contrario, usando un tono
cordial, cálido, pausado, y respetuoso de su dignidad como persona independiente,
dándole el tiempo necesario (muy distinto en cada uno) para que asimile la
enseñanza.
Y seguramente, ese ser terminará agradeciendo y admirando a su consejero o
instructor por su calidad humana al transmitirle una enseñanza, e inclusive una
orden puntual, sobre lo que necesita solucionar, pero con el respeto que
merece.
No es
lo mismo pegar un grito desaforado y poner cara de perro rabioso, cuando
indicamos algo, que manifestar, sin reproches antiguos, el pedido de cambiar
una conducta o la pauta de convivencia que corresponda en cada momento. Todo se puede convenir, negociar, conversar, corregir. Y una vez
establecidos los nuevos códigos, estos sí, exigirán otra forma de obediencia.
Pero que sea mutua, consensuada. No unilateral e impuesta por el de mayor jerarquía y aprovechando la
ignorancia del discípulo, la dependencia de nuestros hijos o la menor capacidad
intelectual de quien esté a nuestro cargo.
Si al hablar, o enseñar, nos vamos del tono
correcto y el volumen adecuado, se produce el efecto contrario. Esa sutil gama,
que va de la palabra tierna al insulto o directamente, el agravio a su
inteligencia, sólo va a lograr una obediencia por miedo al castigo y no una
verdadera asimilación de lo explicado. Lo que pretendemos enseñar a nuestros
hijos o alumnos, deber se algo sensato y
que luego le sirva para vivir más productivamente en su futuro como adolescente
y adulto.
Pero, con demasiada frecuencia,
soltamos un grito atemorizador, amenazante, duro, en reemplazo de la palabra
aleccionadora. Y allí empieza un sutil resentimiento en quien,
por inteligencia (ya desarrollada, aunque el adulto no la perciba) que se suma a inevitables rencores, dolor,
y miedos. Esa criatura, lo demuestre o no, se va convirtiendo en un muñeco
sin vida propia, sin capacidad de elección, y como si funcionara por el
capricho de sus mayores, mediante un control remoto que obedece según el
botoncito que apriete su padre, madre o instructor, profesor, o incluso,
sacerdote, para accionarlo. No se enseña
por el temor sino por la iluminación de su consciencia. Bajemos el volumen,
dulcifiquemos el tono de nuestras palabras, sin temor a perder autoridad.
Porque esta se afirma en el respeto no en lo impuesto a nivel militar. Estamos en la vida civil,
depongamos los fusiles de la contienda. Y entonces, jugando con las
palabras, haremos que nos “entienda”. De allí a la armonía entre
generaciones hay un solo paso. Aprendamos a darlo sin correr, con los pies serenos
sobre la tierra y el corazón sintonizado con los designios del Cielo.
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