Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes
en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una
crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación.
Contó
que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas
cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin
lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de
camello, patas de ciervo y relincho de caballo.
Contó que al primer nativo que encontraron en la
Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el
pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se
vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de
nuestra realidad de aquellos tiempos.
Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio
tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando
de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la
Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante
ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se
comieron unos a otros, y
sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron.
Uno
de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil
mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco
para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más
tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas
criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de
oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco
tiempo.
Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de
estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá,
concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se
hicieran de hierro, que
era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo
de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fué tres veces
dictador de México, hizo
enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la
llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena gobernó
al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado
con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla
presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El
Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel
rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina.
El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la
plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney
comprada en Paris en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro
tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las
buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido
desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria
inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se
confunde con la leyenda.
No
hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico
atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un
ejército, y dos desastres aéros sospechosos y nunca esclarecidos segaron la
vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había
restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador
luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América
Latina en nuestro tiempo.
Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos
morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa
desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que
es como si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la cuidad de
Upsala. Numerosas mujeres encintas fueron arrestadas dieron a luz en cárceles
argentinas, pero aun se
ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción
clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares.
Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la
cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.
De Chile, pais de tradiciones hospitalarias, ha huído un
millón de personas: el 12
% por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y
medio millones de habitantes que se consideraba como el pais más civilizado del
continente, ha perdido en
el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer
con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una
población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no
sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la
Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y
determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y
que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de
belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra
más señalada por la suerte.
Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y
malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy
poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la
insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida.
Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que
somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este
lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se
hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que
insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de
la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es
tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fué para ellos. La
interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a
hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más
solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de
vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera
muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las
tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la
implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los pacíficos suizos de
hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos,
ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna.
Aun en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a
sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a
cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos
sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace
53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más
justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos.
La solidaridad con
nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con
actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una
vida propia en el reparto del mundo.
América latina no quiere ni
tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus
designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración
occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han
reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber
aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas
en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras
tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia
social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede
ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones
diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia
son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una
confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y
pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que
olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera
posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo.
Este es, amigos, el tamaño
de nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el
abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las
hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han
conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una
ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos
que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces
cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre
estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los paises más prósperos han
logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces
no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad
de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo
en este lugar: "Me
niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar
este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera
vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a
admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica.
Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de
parecer una utopía, los inventores de fábulas que
todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es
demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y
arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la
forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y
donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para
siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Por favor, escriba aquí sus comentarios