En una sociedad que a
menudo venera la juventud y relega la vejez, resuena una verdad profunda y
liberadora: "Aquí no hay viejos, solo nos
llegó la tarde". Esta frase no es una negación de la edad, sino una poderosa redefinición de lo que significa madurar. Es una
invitación a ver la vejez no como un ocaso, sino como la culminación de un ciclo vital,
lleno de sabiduría y propósito. La "tarde" de la vida no es un final, sino un
momento de plenitud, cargado de un tesoro inmaterial: la experiencia.
La riqueza de esta experiencia no se limita a anécdotas
personales; es un saber acumulado, una sabiduría forjada en el crisol del tiempo.
Esta sabiduría está destinada a ser compartida, a iluminar el camino de quienes
vienen detrás. Así como el mar, con sus milenios de existencia, no envejece
sino que se agiganta en su inmensidad; el sol, milenario, sigue calentando y
dando vida; la luna, ancestral, continúa alumbrando nuestro camino; y la
tierra, la más antigua de todas, persiste en su generosidad de vida. De la misma forma, el amor,
la emoción más antigua y poderosa, nos alienta
a pesar del paso de los años. Estas metáforas naturales nos recuerdan que la
antigüedad no resta valor, sino que lo magnifica, lo hace más esencial y vital.
Quienes han alcanzado esta "tarde" de la vida
no son simplemente "viejos", sino seres
llenos de saber. Son "graduados
en la escuela de la vida", con un "postgrado"
otorgado por el tiempo mismo. Cada arruga, cada cana, cada
cicatriz no es una señal de declive, sino un mapa de historias vividas,
lecciones aprendidas y batallas superadas. Han escalado el "árbol de la vida", no solo
para observarlo, sino para "cortar
de sus frutos lo mejor". Y esos frutos, la esencia de
su legado, son sus hijos y las generaciones futuras, a quienes han cuidado con
infinita paciencia y amor incondicional.
La belleza de este proceso reside en la reciprocidad: esa
paciencia y ese amor dados a los hijos y a los jóvenes se
revierten en un amor y cuidado que enriquece la propia vejez. Es un ciclo virtuoso de dar
y recibir, donde la experiencia se transforma en un faro para los demás y el amor filial se convierte en el mejor refugio.
Esta reflexión nos
invita a cambiar nuestra perspectiva. A no temer el paso del
tiempo, sino a abrazarlo como un proceso de
constante enriquecimiento. A valorar a quienes han
recorrido el camino antes que nosotros, reconociendo en ellos no solo la
edad, sino la inmensa riqueza de su saber y su capacidad de amar. Porque la verdadera grandeza no
reside en la duración de la juventud, sino en la profundidad
de la experiencia y el amor compartido
que florecen, majestuosos, en la tarde de la vida.

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