Cualquiera
que haya visitado esta ciudad sabe que uno de los iconos de Resistencia es el
Perro Fernando.
Un
cuzquito blanco que vivió en los años 50, tuvo un oído musical perfecto y es
todavía, junto con las casi 500 esculturas de sus veredas arboladas, algo así como la representación
simbólica de la capital del Chaco.
Dicen que su dueño fue un cantante de boleros
que un día recaló en la ciudad y se llamaba Fernando Ortiz, aunque otra versión
atribuye el nombre al patrono departamental: San Fernando, venerado por los
primeros inmigrantes friulanos con el aditamento “de la Resistencia”. La leyenda dice que este alegre
perrito se ganó la admiración y el amor de todo un pueblo por su excepcional
oído musical. No
había fiesta de casamiento, cumpleaños, carnaval o concierto al que Fernando
no entrara para sentarse junto a las orquestas, o a los solistas, y darles su
aprobación meneando la cola o, tras parar las orejas ante el más mínimo furcio,
soltar gruñidos y hasta aullidos desaprobatorios. Y en las Navidades su presencia en una casa era siempre
buena señal. Era fama que jamás se equivocaba, y los mismos músicos solían aceptar
que, en el momento señalado por Fernando, en efecto habían pifiado una nota. Lo
que los oídos humanos no advertían, el perrito, implacable, lo denunciaba.
Y no había músico que se atreviera a impedir su entrada ni a expulsarlo, porque
toda la ciudad confiaba ciegamente en su oído. Fernando fue como un gorrión de
cuatro patas, popular y amado, y acaso por eso mi madre decía que de no haber
sido Resistencia una ciudad de morondanga, otra que Edith Piaf.
Los fines de semana,
inexorablemente, Fernando recorría fiestas a su antojo y obviamente sin
invitación. Nadie disponía de su agenda, y su presencia era imprevisible.
Pero era tal honor que llegara a un festejo que después, seguro, los
organizadores o dueños de casa fanfarroneaban por la visita. Yo era chico y
casi todas las tardes acompañaba a mi papá al Bar La Estrella, donde los
hombres charlaban y jugaban al truco o al tute, y todo el tiempo se escuchaban
tangos y conciertos en la enorme radio que los japoneses ponían sobre el
estaño. Y ahí estaba, digno y sereno, escuchando atentamente mientras comía
maníes bajo alguna mesa, o echadito al sol en las veredas amplias, el perrito
que todos decían que habría merecido más que ninguno ser el icono de la RCA
Victor. Cuando llegaba el verano, los preparativos navideños se hacían en esas
mesas deliciosamente organizadas: aquí los peronistas con Don Chacho Bittel y
sus eternos ministros, algunos de los cuales fueron campeones de tute cabrero y
otros en el arte de hacerse ricos a costa de todos. Allá los radicales del
Bicho León, mirando al poder como algo siempre lejano.
Y junto
a aquella ventana los socialistas, encabezados por el prócer chaqueño Guido
Miranda, historiador y periodista. También se sentaban, a otras mesas,
empresarios, contrabandistas, médicos distinguidos, abogados charlatanes y
buscas de todo pelaje.
El
Bar La Estrella era como un mercado persa y allí Fernando, el cuzquito
melómano, recibía raciones que completaba en su diario vagar por otros bares
como el Sorocabana, frente a la plaza, que era el más lindo y hoy es un
patético edificio que en cualquier momento puede ser demolido. Creo que fue la Navidad del ‘57, o el ‘58, cuando visitó Resistencia
un famosísimo pianista polaco, de apellido Paderewsky. Ofreció un concierto
único en el Cine Teatro Sep, el más importante de la ciudad, y por supuesto mis
papás me llevaron.
La
sala estaba repleta y Fernando se acomodó bajo el piano de cola (los
organizadores siempre explicaban a los músicos visitantes la ineludible
presencia del cuzquito) y a la vista de más de mil personas se diría que
Paderewsky y él comenzaron el concierto. Nunca olvidaré la
impresión de aquel público cuando, en medio de una sonata de Beethoven, de
pronto Fernando se puso de
pie alzando las orejas y soltó un gruñido.
Pareció
que el mundo se detenía, pero Paderewsky, todo un profesional, siguió como si
nada.
Sin
embargo, hacia el final del concierto, nuevamente el perrito sacudió las orejas
y miró fijo al pianista como diciéndole oiga, la está pifiando. Entonces Paderewsky, con europea elegancia, detuvo sus manos, miró al
perrito y le dijo, en duro castellano:
“Tiene
razón, equivoqué dos veces”.
E hizo un dacapo y repitió la sonata, que le
salió perfecta. El
concierto acabó con una ovación, un par de bises y el discreto mutis de
Fernando, que, se dijo después, tenía esa noche dos casamientos y un cumple de
quince.
Cuando
Fernando murió, toda la ciudad lo lloró desgarrada. Creo
que fue en el ‘59, apenas iniciado el gobierno de Frondizi. Lo que recuerdo
perfectamente fue el solemne entierro del animalito en la calle Brown al 350,
en la puerta del entonces flamante edificio de una institución cultural llamada
“El Fogón de los Arrieros”.
Miles de personas cubrieron la calle, las
veredas y los balcones hasta más allá de las dos esquinas. Toda la ciudad estaba allí,
despidiendo a su perrito. Después la vida siguió, como siempre sigue,
pero esa Navidad ya no fue igual porque a la hora de los tangos no estaba el
perrito de la ciudad para aprobar música y danza. Y para mí fue la primera
Navidad en la que me faltó alguien que amaba. Hoy en Resistencia hay tres esculturas que evocan a
Fernando. La que se
supone mausoleo oficial está todavía sobre la calle Brown. Otra está
como escondida bajo un manto de chibatos en la avenida Avalos, cerca del Club
de Regatas. Y la tercera, que es la más grande y pretenciosa, y que creo que
inauguraron los milicos durante la dictadura, está en una esquina de la Casa de
Gobierno y frente a la Plaza. Curiosamente –así funciona el humor involuntario–
tiene la cola alzada y apunta el culo hacia las ventanas de la gobernación.
Sólo
ahora advierto que han pasado más de cuarenta años y este texto me parece
triste. Debe ser la
Navidad, que siempre lo llena a uno de nostalgias.
Fernando fue un perro común que se ganó un
lugar en la historia y el corazón de los chaqueños. Poseía un instinto
particular que lo hizo amigo de todos los habitantes , su figura era popular y
no había reunión social o artística que no contara con su simpática presencia
silenciosa como si gustara y disfrutara del espectáculo . Sobre él se
escribieron varias notas en diarios y revistas del país y del extranjero y
hasta mereció un comentario de Arturo Barea por la BBC de Londres. Tenía por
costumbre cumplir meticulosamente sus recorridos, nunca faltaba a la Plaza
Central donde cumplía una de sus grandes pasiones "perseguir gatos".
Una de sus rutinas diarias era ir al Banco Nación donde se hacía presente a las
6 de la mañana para ingresar junto a los empleados y desayunar con el gerente.
El perro tenía acceso irrestricto a cines y espectáculos y si la función no era
de su agrado se retiraba orgullosamente. Al día siguiente el comentario de la
función dependía de lo que había hecho el can.
En la mañana del 28 de Mayo de 1963 lo
encontraron moribundo frente al Banco Español hoy Río, horas después Fernando
entraba en la historia. Más de un negocio bajó sus puertas , la Banda Municipal
interpretó marchas fúnebres. Las
casas cerraron las ventanas en muestra de respeto hacia un animalito que había
conquistado a toda una ciudad.
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