Un equipo de investigadores de la Escuela Politécnica
Federal de Lausana (EPFL) de Suiza ha demostrado por primera vez la existencia de una correlación entre el
trauma psicológico y cambios concretos y perdurables en el cerebro, unos
cambios que, además, estarían vinculados con el comportamiento agresivo.
Los científicos analizarán ahora si tratamientos específicos podrían revertir
esta transformación del cerebro, gracias a su plasticidad.
Es bien sabido que muchos individuos violentos han
sufrido traumas psicológicos durante la infancia. Algunas de estas personas
también presentan alteraciones en la corteza orbitofrontal (COF). Pero, ¿existe
una relación entre estos cambios físicos en el cerebro y una infancia
psicológicamente traumática? ¿Pueden las experiencias modificar la estructura
física del cerebro?
Un equipo de investigadores de la Escuela Politécnica
Federal de Lausana (EPFL), ha
demostrado por primera vez una correlación entre el trauma psicológico y
cambios concretos en el cerebro, a su vez vinculados con el comportamiento
agresivo.
En ratas, la experiencia de un trauma pre-adolescente
produce un comportamiento agresivo acompañado por cambios estructurales y
funcionales del cerebro, los mismos observados en seres humanos violentos. En
otras palabras, las
heridas psicológicas sufridas en la infancia dejan una huella biológica
duradera, que persiste en el cerebro adulto. Los resultados de esta
investigación han aparecido publicados en el número de enero de la revista
Translational Psychiatry. “Esta investigación demuestra que las personas expuestas a un trauma en la niñez
no sólo sufren psicológicamente, sino que además padecen alteraciones
cerebrales”. Explica Sandi directora del Laboratorio EPFL de Genética
del Comportamiento y directora del Instituto Brain Mind.
“Esto
añade una dimensión adicional a las consecuencias del abuso, y obviamente tiene
implicaciones científicas, terapéuticas y sociales” Añade la investigadora
en un comunicado de la EPFL. Los investigadores consiguieron desentrañar las
bases biológicas de la violencia estudiando a un grupo de ratas macho, que
fueron expuestas a situaciones psicológicamente estresantes durante su
juventud. Después de observar que estas experiencias llevaron a las ratas a un comportamiento agresivo en
la edad adulta, los científicos examinaron lo que ocurría en el cerebro
de estos animales, con el fin de determinar si el período traumático había
dejado o no una huella duradera.
“En
una situación social difícil, la corteza orbitofrontal de un individuo sano se
activa, con el fin de inhibir los impulsos agresivos y de mantener una
interacción normal”, explica Sandi.
“Pero en las ratas que estudiamos, nos dimos cuenta de que
había muy poca activación de la corteza orbitofrontal. Esto, a su vez, redujo
su capacidad para moderar sus impulsos negativos. Además, esta reducción de la
activación vino acompañada por la sobreactivación de la amígdala, una región
del cerebro que está implicada en las reacciones emocionales”.
“Otros
investigadores especializados en el estudio del cerebro de los humanos
violentos ya habían observado el mismo déficit en la activación orbitofrontal,
así como la misma y simultánea inhibición reducida de los impulsos agresivos.
Es asombroso; no esperábamos encontrar estos niveles de similitud”, afirma
Sandi.
Los
antidepresivos y la plasticidad cerebral
Los científicos también midieron los cambios en la
expresión de ciertos genes en el cerebro. Se centraron en los genes que se sabe
están involucrados en comportamientos agresivos, para los que existen
polimorfismos (variantes genéticas) que predisponen a sus portadores a una
actitud agresiva. Se analizó si el estrés psicológico experimentado por las
ratas causaba una modificación en la expresión de estos genes.
“Hemos descubierto que el nivel de expresión del gen MAOA
aumentó en la corteza prefrontal”, explica la investigadora. Esta alteración fue vinculada a
un cambio epigenético; en otras palabras, la experiencia traumática terminó
provocando una modificación a largo plazo de la expresión de este gen.
Finalmente, los investigadores trataron de ver si un
inhibidor del gen MAOA, en este caso un antidepresivo, podía revertir el
aumento en el comportamiento agresivo de las ratas, inducido por el estrés
juvenil. El tratamiento fue eficaz. El equipo concentrará ahora sus esfuerzos
en tratar de entender mejor estos mecanismos, en explorar si existe un
tratamiento que pudiera revertir estos cambios en el cerebro y, sobre todo, en
tratar de arrojar luz sobre el efecto de la composición genética en la
vulnerabilidad hacia el desarrollo de la agresividad.
Por
otra parte, “esta investigación también podría revelar la capacidad de los
antidepresivos de renovar la plasticidad cerebral”, concluye Sandi.
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