Desde
que fue catalogado el genoma humano, los investigadores se enfrascaron en
determinar qué segmento de él contribuía a qué mal, con la esperanza de usarlo
para prevenir y reparar todo lo que enferma al cuerpo humano.
La excitación por el hallazgo era explicable: se podría
llegar a la enfermedad directamente desde su fuente primaria, los genes.
Docenas
de compañías biotecnológicas surgieron en los 90 con ese fin, se logró
fraccionar el genoma e identificar cada una de las 3 millones de bases en cada
micrómetro de ADN en cualquier célula del cuerpo.
Pero hasta ahora, esto no se ha reflejado en nuevos
tratamientos promisorios ni métodos diagnósticos útiles y no es probable que
eso cambie a corto plazo. El concepto básico es conocido.
Dentro
de cada célula hay 46 cromosomas, que no son más que piezas entremezcladas de
los códigos genéticos de nuestros padres. Al segmento de ADN que ayuda a
producir una proteína se le llama gen, y hay cientos y hasta miles en cada
cromosoma.
El total de los genes que conforman los 46 cromosomas, junto
con algunos segmentos “basura”, constituyen nuestro genoma, una especie de
huella dactilar genética.
Lo que
seguía era descubrir y comparar el código genético de una persona sana y una
enferma, ver en dónde diferían y enfocarse en esos segmentos de códigos, los
genes de las enfermedades.
Costó
US$ 3 mil millones secuenciar el genoma humano por primera vez, los
científicos, ejecutivos y periodistas hablaban de los frutos de esta labor,
mientras los inversionistas y gigantes farmacéuticos invertían en compañías
biotecnológicas.
Los
investigadores supieron que algo andaba mal cuando contaron los genes tras
fragmentar el primer genoma. Se esperaba que fueran unos 100,000, y cuando
resultaron ser alrededor de 25,000, significaba que cada gen estaba
haciendo, como promedio, cuatro veces lo que se pensaba que hacía, osea, que
trabajaban, no como sencillos interruptores de las enfermedades, sino como
redes tremendamente complejas.
Los
científicos reconocen que aún no saben lo que la mayoría de los genes hace, ni
cuáles son sus variaciones en la mayor parte de la gente, lo que reduce
mucho la esperanza de diseñar drogas tradicionales partiendo de ellos. Casi
todo el que está involucrado en el tema, sostiene que el genoma le fue
sobrevendido al público, aunque no coinciden en quién lo infló más, si los
empresarios biotecnológicos que buscaban inversionistas y acuerdos con la
industria farmacéutica, o los investigadores ansiosos por liberar enormes ríos
de fondos gubernamentales y de la industria.
Alrededor
de 35 millones de segmentos de ADN han sido ya catalogados como comunes a todas
las personas, y la cantidad sigue creciendo, pero verificar los enlaces
útiles con genes, necesitará tener al menos 10,000 muestras de genomas, y los
más raros, los genomas de más gente de la que habita en todo el planeta.
Muchos
dicen que no es justo reclamar que el genoma no se ha pagado, pues muchas
drogas maravillosas están aún en desarrollo y en vías de ser probadas, pero lo
cierto es que entre las docenas de ellas, los chances de que aunque sea dos
triunfen son muy bajos.
Otros dicen que, drogas aparte, lo que estamos obteniendo es
una “medicina personalizada”, que permitirá saber para qué enfermedades
estaremos en riesgo y cuáles drogas actuarán mejor. Y la pregunta es si esto
nos permitirá conocer algo que ya no sepamos por otra vía.
Nada de
esto significa que se deban parar los estudios sobre el genoma, ni ver como
algo terrible su fallo, pues ya ha habido una recompensa, aunque indirecta:
sabemos que la mayoría de los genes individuales no influyen en nuestro destino
tanto como el comportamiento.
Hay que perder peso, hacer ejercicio, comer sano, respirar
aire puro, y no fumar. Es lo que nuestro bisabuelo oyó de su médico y lo que
nuestros biznietos oirán de los suyos. Pero igual seguimos esperando la
solución mágica. Hoy son las células madre.
Veremos
en 10 años como resultó eso.
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