La
polémica por las vacunas es tan vieja como la vacunación misma. Cuando Edward
Jenner, un brillante médico rural inglés, descubrió la vacuna contra la viruela
en 1796, recibió tantas críticas como elogios.
Los pastores vociferaron contra la manipulación del gran
diseño del Señor. El economista Thomas Malthus temió que las vacunas llevaran a peligrosos aumentos de
la población. La idea misma de inyectar sustancia animal al cuerpo humano les pareció
peligrosa y repulsiva a muchos. Aparecieron historietas que mostraban cuernos de vacas que salían de
las cabezas de niños recién vacunados.
El
actual brote de sarampión en Estados Unidos, con más de 140 casos hasta ahora,
ha generado una tormenta que podría no desaparecer cuando amaine esta crisis en
particular. Hace unos días, Arthur Caplan, especialista en bioética de
la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York, comparó a médicos que
se oponían a las vacunas con “negadores del Holocausto” y exigió que les
revocaran sus matrículas médicas. Algunos pediatras dijeron que ya no
atenderían a los niños de quienes se resistían a las vacunas. En respuesta,
Barbara Loe Fisher, fundadora del Centro Nacional de Información, un grupo que se opone a ellas,
acusó a los medios de crear una crisis falsa al servicio de los intereses de un
Estado grande y el “enorme lobby encabezado por las farmacéuticas”.
Las
guerras por las vacunas en EE.UU. han sido especialmente conflictivas porque
involucran nuestros derechos más básicos (libertad personal, libertad
religiosa) y sospechas más profundas (intromisión del gobierno, dominio de las
élites). Los historiadores en general remontan el origen del movimiento
antivacunas a varios grupos del siglo XIX, incluidos activistas religiosos,
libertarios radicales y aquellos que siguen modas pasajeras acerca de la salud,
que insistían en que la vacuna de Jenner de hecho causaba la viruela. Como
algunos activistas actuales, estos primeros líderes tenían una historia
personal para contar, al asegurar que una vacuna había dañado o matado a
alguien cercano a ellos, a menudo un niño.
El tema llegó a un punto crucial en 1905 en el sumamente
importante caso de la Corte Suprema Jacobson vs. Massachusetts. A medida que
EE.UU. se industrializaba, legislaturas estatales aprobaron numerosas medidas
para proteger el “bien público”. Hubo leyes que abolían el trabajo infantil,
exigían inspecciones de seguridad en fábricas y restringían las horas que podía
trabajar una mujer fuera de su hogar. En Massachusetts, la legislatura les dio
a las ciudades la autoridad de exigir una vacunación “cuando fuera necesaria
para la salud o seguridad pública”, como la epidemia de viruela que se propagaba por todo el estado en ese
momento.
Enseguida,
la ciudad de Cambridge reglamentó una ordenanza que exigía que sus residentes
se aplicaran la vacuna para la viruela o pagaran una multa de US$5.
Henning Jacobson, un pastor, rechazó ambas opciones, al afirmar que la
ordenanza violaba su derecho a la libertad contemplado en la Decimocuarta
Enmienda de la Constitución de EE.UU. La Corte Suprema expresó su total
desacuerdo. Una “sociedad bien ordenada” debe poder hacer cumplir “regulaciones
razonables” al responder a “una
enfermedad epidémica que amenaza la seguridad de sus miembros”, escribió
el juez John Marshall Harlan. Si bien la Constitución protegía contra la
tiranía, no le daba “un
derecho absoluto a cada persona, en todo momento y bajo cualquier
circunstancia, completamente libre de limitaciones”.
La opinión del juez Harlan prevalecería durante gran
parte del siglo XX. En 1915, funcionarios de salud de la ciudad de Nueva York
usaron la lógica del caso Jacobson al poner en cuarentena a una cocinera irlandesa cuyos clientes
aparecían muertos por fiebre tifoidea. Cuando Mary Mallon, o Mary
Tifoidea, se negó a cambiar de profesión, fue exiliada a una isla inhabitada en
el río Este de Manhattan, donde
pasó sus últimos 23 años de vida. Siete décadas más tarde, Nueva York
aislaba por la fuerza a víctimas de tuberculosis que se negaban a recibir
tratamiento, siguiendo el caso Jacobson.
Hubo momentos en que es esta lógica se salió de sus
cauces. En el caso Buck vs. Bell, un notorio fallo de 1927, la Corte Suprema
usó específicamente el caso Jacobson para ratificar la política del estado de
Virginia de esterilizar
por la fuerza a los “bobos”, al dictaminar que “el principio que sostiene la
vacunación obligatoria (también podría) cubrir cortar las trompas de Falopio”.
En la mayoría de los casos, sin embargo, el verdadero significado del caso
Jacobson se impuso: el estado podía —y debía— ejercitar sus poderes de
vigilancia para proteger la salud pública.
En
1905, sólo existía la vacuna contra la viruela para combatir enfermedades
infecciosas. Con el tiempo aparecieron otras: una vacuna para el polio en los años 50; vacunas
para el sarampión, paperas y rubeola en los años 60. La lista crecía
cada año. Guiados por el caso Jacobson, los 50 estados de EE.UU. implementaron
leyes que para 1980 ordenaban la vacunación obligatoria de niños en edad
escolar para la mayoría de estas enfermedades. Se hicieron excepciones por
motivos médicos y ciertas razones no médicas, como convicción religiosa, aunque pocos las usaron
en ese entonces.
La
gente acataba las reglas porque las vacunas funcionaban. Los nuevos casos de polio
desaparecieron en EE.UU. y la viruela fue erradicada en todo el mundo.
En un año típico antes de que se otorgara la licencia para la vacuna contra el
sarampión en 1962, más de medio millón de niños estadounidenses se contagiaban
la enfermedad, 48.000 requerían hospitalización y 450 morían. Treinta y cinco
años más tarde, la cantidad de casos anuales de sarampión había caído por
debajo de 100.
El
renacimiento del movimiento antivacunas en los años 90 tuvo menos que ver con
temores sobre las libertades personales que con afirmaciones de que había una
conexión entre las vacunas y varias aflicciones, en especial el autismo.
No importaba mucho que estudio tras estudio refutara esta ciencia chatarra.
Impulsadas por Internet, la radio y otros medios, estas afirmaciones
desacreditadas lograron ser creídas tras ser repetidas una y otra vez. Muchos
padres ahora no estaban seguros. ¿Por qué vacunar contra enfermedades que rara vez se registraban?
¿Por qué arriesgarse? De un modo extraño, las vacunas habían hecho su trabajo
demasiado bien. Habían borrado la evidencia de por qué son siempre necesarias.
Tomando un rumbo contrario al caso Jacobson, los
políticos comenzaron a alejarse de la noción de que la protección a la comunidad superaba la elección
individual. En la campaña presidencial de 2008, tanto Barack Obama como
John McCain se mantuvieron neutrales en relación al temor falso alrededor de la
vacunación. Legislaturas
estatales aprobaron leyes que permitían exenciones de vacunas por motivos filosóficos,
un resquicio legal tan amplio que casi cualquier habitante de los estados de
Oregon o Vermont podía elegir no vacunarse a sí mismo o a sus hijos.
Las
tasas de vacunación cayeron, en algunas áreas por debajo del nivel de inmunidad
de grupo necesaria para controlar enfermedades contagiosas (en general entre
85% y 95%). Estudios muestran que la mayoría de los brotes se producen
en estados donde las exenciones son más fáciles de obtener y donde se agrupan
los niños no vacunados.
Por
ahora, las consecuencias de la resistencia a las vacunas están a la vista.
Los políticos han dejado de lado la clase de comentarios sobre elección libre y
supuestos peligros de las vacunas que apenas eran polémicos hace sólo unos
meses. En todo EE.UU. se están gestando proyectos de ley para endurecer los
estándares de vacunación escolar.
Cuánto durará este impulso es la pregunta clave. La vacunación requiere que uno
tome un riesgo extremadamente pequeño para asegurar un futuro más seguro para
todos los miembros de la comunidad. Negarse, y vivir egoístamente de la inmunidad colectiva
de los demás, es tanto peligroso como injusto. La vacunación no busca
ser una forma de coerción sino
más bien un reconocimiento del bien público, y ese mensaje se está
escuchando otra vez.
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