Según investigadores, la rutina no es culpable del
fracaso matrimonial. Éste surge por la falta de un amor maduro que respete la
libertad de la pareja.
¿Es posible “vivir felices y comer perdices”
después de varios años de matrimonio?
La respuesta a
este interrogante se encuentra en un sentimiento: el amor maduro.
Pero este amor
no es como los otros. Aquí las mariposas no revolotean en el estómago cada vez
que aparece el ser amado y no es necesario estar las 24 horas del día juntos
para mantener el afecto. Alcanzar esa plenitud supone un gran esfuerzo ya que
la persona debe trascender el primer estado irreal de felicidad y reconocer
que, después del enamoramiento, tarde o temprano cada uno intentará recuperar
su autonomía con sus antiguos hábitos.
Cuando el sopor se desvanece, el amante despierta y
se puede sentir engañado por su compañero. ¿Qué pasó con el hombre comprensivo
y tierno que escuchaba y daba consejos? ¿Dónde está la mujer descomplicada que
no molestaba para nada?
Cuesta creerlo,
sobre todo si se tiene un corazón romántico, pero es inevitable caer en la
rutina.
Por eso se
recomienda que en lugar de aferrarse con nostalgia a la euforia pasional de los
primeros años, la pareja debe adaptarse a las circunstancias para intentar una
felicidad cotidiana que sea más fácil de realizar.
El amor maduro no significa resignación. La
creencia de que el matrimonio es una lotería, ha perdido vigencia. La idea no
es aguantar y maldecir en silencio -o hablar pestes del marido o la esposa a
los amigos- sino ver la vida conyugal como una carrera por etapas, en la cual
cada problema puede ser un nuevo comienzo.
La insatisfacción
y las crisis también están presentes en los matrimonios felices, pero éstos, en
lugar de plantearse la separación, han aprendido a verlos como episodios
naturales. En el amor maduro ya no se pretende la compatibilidad perfecta
(hacer todo juntos, tener los mismos gustos, contárselo todo) sino el
complemento, es decir, respetar la autonomía y compartir los sentimientos de
fondo aunque cada uno tenga una manera distinta de manifestarlos. Las parejas
que aplican esta máxima han aprendido que los momentos de consonancia son
fugaces y por eso los aprovechan mientras duran, pues saben que después de esa
etapa de cercanía sobrevendrá una de distanciamiento en la que cada uno querrá
estar solo. Al comprenderlo se ven a sí mismos como responsables de su bienestar
y no le echan la culpa de todo a su cónyuge.
Los investigadores consideran que esa capacidad de
adaptarse a las transformaciones y al crecimiento personal de la pareja es lo
que permite mantener viva la llama del amor a pesar de los años.
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