Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los
cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile.
Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero
no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo. Mi primera experiencia consistió en
tragarme casualmente una pequeña muñeca de plástico.-Te crecerá adentro, te
pondrás redonda y después te nacerá un bebé - me explicó mi mejor amiga, que
acababa de tener un hermanito. ¡Un hijo! Era lo último que deseaba. Siguieron
días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó
que los síntomas, eran iguales a los de su mamá. Por fin una monja me obligó a
confesar la verdad. Estoy embarazada -admití hipando. Me ví cogida de un brazo
y llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora.
Así comenzó mi horror por las muñecas y mi
curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo.
Las niñas de mi
generación carecíamos de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson
mucho después. Sólo los varones padecían de ese mal que podía conducirlos al
infierno y que hacía de ellos unos faunos en potencia durante todas sus
vidas.
Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de respuesta, según
la madre que nos tocara en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña
que venía de París y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era
moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba
poco clara.
A los siete años
me prepararon para la Primera Comunión.
Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me
llevaron a la iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y
traté de recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos.
En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de
Galicia: -¿Te has tocado el cuerpo con las manos?
-Sí, padre.
-¿A menudo, hija? -Todos los días...
-¡Todos los días!
¡Esa es una
ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña,
debes prometer que no lo harás más!
Prometí, claro,
aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o cepillarme los dientes sin
tocarme el cuerpo con las manos. (Este traumático episodio me sirvió para 'Eva
Luna', treinta y tantos años más tarde. Una nunca sabe para qué se está
entrenando).
Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra
Mundial en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos
y casi paleolítica en otros.
Me crié en el
hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde deambulaban los fantasmas
invocados por mi abuela con su mesa de tres patas.
Vivían allí dos
tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia.
Uno de ellos había viajado a la India y le quedó el gusto por los asuntos de
los fakires, andaba apenas cubierto por un taparrabos recitando los 999 nombres
de Dios en sánscrito.
El otro era un
personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y amante apasionado de la
lectura. (Ambos sirvieron de modelos -algo exagerados, lo admito-para Jaime y
Nicolás en 'La casa de los espíritus').
La casa estaba llena de libros, se amontonaban por
todas partes, crecían como una flora indomable, se reproducían ante nuestros
ojos.
Nadie censuraba
o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués de Sade, pero creo que era un texto
muy avanzado para mi edad el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por
completo, me faltaban referencias elementales.
El único hombre que había visto desnudo era mi tío
, el fakir, sentado en el patio
contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese pequeño apéndice que
cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por
eso?
A los once años yo vivía en Bolivia.
Mi madre se había casado
con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto.
Tardé meses en
acostumbrarme a convivir con varones, andaba siempre con las orejas rojas y me
enamoraba todos los días de uno diferente.
Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las
peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad de medirse el
contorno del busto y anotar en una libreta los besos que recibían.
Había que
especificar detalles: quién, dónde, cómo.
Había algunas
afortunadas que podían escribir:' Felipe, en el baño, con lengua.'
Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me trepaba a
los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que un pollo.
En la clase de biología nos enseñaban algo de
anatomía y el proceso de fabricación de los bebés, pero era muy difícil
imaginarlo.
Lo más atrevido que llegamos a ver en una
ilustración fue una madre amamantando a un recién nacido.
De lo demás no
sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del
asunto se nos escapaba ¿por qué los adultos hacían esa cochinada?
La erección era un secreto bien guardado por los
muchachos, tal como la menstruación lo era por las niñas.
La literatura me
parecía evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo
erótico en esa época.
Las relaciones
con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas:
dice el Keenan que quiere darte un beso, dile que sí pero con los ojos
cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que
más estúpida eres tú y así nos pasábamos todo el año escolar.
La máxima intimidad consistía en masticar por
turnos el mismo chicle.
Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan , un pelirrojo a quien
todas las niñas amábamos en secreto.
Me sacó sangre
de narices, pero esa mole pecosa y jadeante aplastándome contra las piedras del
patio, es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida.
En otra ocasión
me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había llegado el impacto del rock
que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing
Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la prehistoria?).
Se bailaba
abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que mi mejilla apenas
alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal.
Keenan me apretó
un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis
costillas. Le di unos qolpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se
quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la
fiesta. Ahora, que conozco más de la naturaleza humana, la única explicación
que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las
llaves.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y
yo había vuelto a un colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa
cuáquera, donde el sexo simplemente no existía, había sido suprimido del
universo por la flema británica y el celo de los predicadores.
Beirut era la perla del Medio Oriente.
En esa ciudad se
depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los
más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillacs con ribetes de oro puro
circulaban en las calles junto a camellos y mulas.
Muchas mujeres
ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía
existía esa firme línea fronteriza que durante milenios separó a los
sexos.
La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el
olor a manteca de cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín
convocando a la oración desde el alminar.
El deseo, la lujuria, lo prohibido...
Las niñas no
salían solas y los niños también debían cuidarse. Mi padrastro les entregó
largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para que se defendieran de los
pellizcos en la calle.
En el recreo del
colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas en la India con
traducción al francés, una versión muy manoseada de 'El amante de Lady
Chaterley' y pocket-books sobre orgías de Calígula.
Mi padrastro
tenía 'Las 'Mil y Una Noches' bajo llave en su armario, pero yo descubrí la
manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos de esos magníficos libros
de cuero rojo con letras de oro.
Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía,
guiada por huríes de piel de leche, genios que habitaban en las botellas y
príncipes dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor.
Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis hormonas
estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut vivía prácticamente
encerrada.
Las niñas
decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo cual tuve un amigo,
hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba para tomar Coca-Cola en la
terraza.
Era tan rico,
que tenía motoneta con chofer. Entre la vigilancia de mi madre y la de su
chofer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.
Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en
los cincuenta eso era una tragedia, los senos eran considerados la esencia de
la feminidad.
La moda se
encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de elástico, faldas
infladas con vuelos almidonados.
Una mujer pechugona tenía el futuro
asegurado.
Los modelos eran Jane Manfield, Gina Lollobrigida, Sofia Loren. Qué podía hacer
una chica sin pechos? Ponerse rellenos.
Eran dos medias esferas de
goma que a la menor presión se hundían sin que una lo percibiera. Se volvían
súbitamente cóncavos, hasta que de pronto se escuchaba un terrible plop-plop y
las gomas volvían a su posición original, paralizando al pretendiente que
estuviera cerca y sumiendo a la usuaria en atroz humillación.
También se
desplazaban y podía quedar una sobre el esternón y la otra bajo el brazo, o
ambas flotando en la alberca detrás de la nadadora.
En 1958 el
Líbano estaba amenazado por la guerra civil.
Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades entre los
sectores musulmanes, inspirados en la política panarábiga de Gamal Abder
Nasser, y el gobierno cristiano.
El Presidente
Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio desembarcó la VI Flota
norteamericana.
De los portaaviones desembarcaron cientos de
marines bien nutridos y ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de
sus hijas, pero era imposible evitar que los jóvenes se encontraran.
Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis.
Experimenté la
borrachera del pecado y del rockn'roll.
Por primera vez mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano
los fornidos marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus
cabezas rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra frenética de
Elvis Presley.
Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi
carrera y su sabor a cerveza y a Ketchup me duró dos años.
Los disturbios
en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los niños de regreso a Chile.
Otra vez viví en la casa de mi abuelo.
A los quince años, cuando planeaba meterme a monja
para disimular que me quedaría solterona, un joven me distinguió por allí
abajo, sobre el dibujo de la alfombra, y me sonrió.
Creo que le
divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta cinco años
después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.
La píldora
anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía se hablaba de ella
en susurros.
Se suponía que
el sexo era para los hombres y el romance para las mujeres, ellos debían
seducirnos para que les diéramos la prueba de amor' y nosotras debíamos
resistir para llegar 'puras' al matrimonio, aunque dudo que muchas lo
lograran.
No sé
exactamente cómo tuve dos hijos. Y entonces sucedió lo que todos esperábamos
desde hacía varios años.
La ola de
liberación de los sesenta recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al
final del continente donde yo vivía.
Arte pop,
mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beattles . Todas imitábamos a Brigitte
Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una blusita miserable a punto de
reventar bajo la presión de su feminidad.
De pronto un revés inesperado: se acabaron las
exuberantes divas francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa
Twiggy , una especie de hermafrodita famélico.
Para entonces a mí me habían salido pechugas, así es que de nuevo me encontré
al lado opuesto del estereotipo.
Se hablaba de
orgías, intercambio de parejas, pornografía.
Sólo se hablaba, yo nunca las vi.
Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin embargo yo cumplí 28 anos sin
imaginar cómo lo hacen.
Surgieron los movimientos feministas y tres o
cuatro mujeres nos sacamos el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y
salimos a desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a
nuestras casas.
Florecieron los
hippies y durante varios años anduve vestida con harapos y abalorios de la
India.
Intenté fumar marihuana pero después de aspirar seis cigarros sin volar ni un
poco, comprendí que era un esfuerzo inútil.
Paz y
amor.
Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde, porque estaba
irremisiblemente casada.
Mi primer reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo.
Durante una cena
en casa de un renombrado político, alguien me felicitó por un artículo de humor
que había publicado y preguntó si no pensaba escribir algo en serio.
Respondí lo
primero que me vino a la mente: sí, me gustaría entrevistar a una mujer
infiel.
Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia la comida.
Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y ocho años, delgada,
ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel- me llevó aparte y me dijo
que sí le juraba guardar el secreto de su identidad, ella aceptaba ser
entrevistada.
Al día siguiente me presenté en su oficina con una
grabadora.
Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de almuerzo,
porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia estima y porque
los hombres no estaban tan mal, después de todo.
Es decir, por
las mismas razones de tantos maridos infieles, posiblemente el suyo entre
ellos.
No estaba enamorada, no sufría ninguna culpa, mantenía una discreta garçonière
que compartía con dos amigas tan liberadas cómo ella.
Mi conclusión, después de un simple cálculo
matemático, fue que las mujeres son tan infieles como los hombres, porque sino
¿con quién lo hacen ellos? No puede ser solo entre ellos o todos siempre con el
mismo puñado de voluntarias.
Nadie perdonó el
reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la entrevistada tuviera un marido
en silla de ruedas y un amante desesperado.
El placer sin
culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer.
A la revista llegaron cientos de cartas insultándonos.
Aterrada, la
directora me ordenó escribir un artículo sobre 'la mujer fiel'. Todavía estoy
buscando una que lo sea por buenas razones .
Eran tiempos de
desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad. Leíamos el Informe
Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas norteamericanas, pero no
lográbamos sacudirnos la moralina en que nos habían criado.
Los hombres todavía exigían lo que no estaba
dispuestos a ofrecer, es decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas
castas.
Las parejas
entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron.
En Chile no hay divorcio, lo cual facilita las cosas, porque la gente se separa
y se junta sin trámites burocráticos.
Yo tenía un buen
matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes en mi trabajo.
Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la revista y en mi
programa de televisión aprovechaba cualquier excusa para hacer en público lo
que no me atrevía a hacer en privado, por ejemplo, disfrazarme de corista, con
plumas de avestruz en el trasero y una esmeralda de vidrio pegada en el
ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque
no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura del General Pinochet.
El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en
Venezuela, un país cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios.
En las playas se
ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que
contienen.
Las mujeres más
hermosas del mundo (ganan todos los concursos de belleza), caminan por la calle
buscando guerra, al son de una música secreta que llevan en las caderas.
En la primera mitad de los 80 no se podía ver
ninguna película, excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos
dos criaturas copulando.
Hasta en los
documentales científicos había amebas o pingüinos que lo hacían.
Fui con mi madre
a ver 'El Imperio de los Sentidos' y no se inmutó.
Mi padrastro les
prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque resultaban de una
ingenuidad conmovedora comparados con cualquier revista que podían comprar en
los kioskos.
Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos (mamá
¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban condones
y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños.
Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré
un libro forrado en papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el
contenido antes de abrirlo.
No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el colegio
por estampas de futbolistas.
Al ver a dos
amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de todo lo que me había
perdido en la vida.
¡Tantos años
cocinando y desconocía los múltiples usos del salmón!
¿En que habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo?
Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio.
Decidimos
ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas -como
comprobamos más tarde en las radiografías de columna- amanecimos echándonos
linimento en las articulaciones, en vez de mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula
terminó el colegio entró a estudiar Psicología con especialización en
sexualidad humana.
Le advertí que era una imprudencia, que su vocación
no sería bien comprendida, no estábamos en Suecia.
Pero ella insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran casarse
por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar
pasta.
Físicamente mi
hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo, grácil, dulce, de
pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era experta en esas
cosas.
En medio del
Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella me llamó por teléfono
para pedirme que le trajera cierto material de estudio.
Tuve que ir con
una lista en la mano a una tienda en Amsterdam y comprar unos artefactos de
goma rosada en forma de plátanos.
Eso no fue lo
más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas me abrieron la
maleta y tuve que explicar que no eran para mí, sino para mi hija.
Paula empezó a
circular por todas partes con una maleta de juguetes pornográficos y el
siciliano perdió la paciencia.
Su argumento me
pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia anduviera
midiéndole los orgasmos a otras personas.
Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos
con todas las combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con
sordomudas, tres chinas y un anciano, etc.
Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos , onanistas, y
mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los cirujanos
convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.
La verdad es que
pasé años preparándome para cuando nacieran mis nietos.
Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas
con orificios practicables y bálsamos afrodisiacos , aprendí de memoria las
posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando empezaba a entrenar al perro
para fotos artísticas, apareció el Sida y la liberación sexual se fue al
diablo.
En menos de un año todo cambió.
Mi hijo Nicolás¡ya se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se
quitó sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en
pareja monogámica.
Paula abandonó
la sexología, porque parece que ya no era rentable, y en cambio se propuso
hacer una maestría en educación cognoscitiva y aprender a cocinar pasta con la
esperanza de encontrar otro novio.
Lo encontró se casaron y luego vino la muerte y se
la llevó, pero esa es otra historia.
Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí la mousse de
salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.
Isabel Allende