Tus
hijos no son tuyos, aunque los hayas sentido crecer dentro de ti o entre tus
brazos. Son de la vida, de esa fuerza misteriosa y sabia que los ha traído al
mundo con un propósito único. Vinieron a través de ti, no para ser una
extensión de tu historia, sino para escribir la suya. No te pertenecen, y eso
duele… pero también libera.
Puedes
darles tu amor más puro, abrazarlos en los días de miedo, secar sus lágrimas
con tus besos, y enseñarles el valor de la verdad. Pero no puedes pensar por ellos, ni vivir sus batallas, ni protegerlos
de cada caída. Su alma
camina hacia un mañana que tú no conoces, un lugar donde tú solo puedes llegar
a través de sus relatos y sus logros.
Tú eres el arco, fuerte y flexible, y ellos
las flechas, veloces y decididas. Tu papel no es retenerlos, sino darles impulso. No se trata de hacerlos
a tu imagen, sino de ayudarlos a descubrir la suya. La vida no quiere
copias, quiere seres humanos
despiertos, auténticos, valientes.
Cuando te preguntes si estás haciendo bien
las cosas como padre o madre, recuerda esto: más que controlar su camino, acompáñalos con fe. Más que
enseñarles a obedecer, enséñales a elegir con amor. No se trata de que
sigan tus pasos, sino de
que encuentren sus propios zapatos.
Y que tu mayor logro no sea que te necesiten
siempre, sino que un día,
al mirar atrás, te agradezcan por haber sido el arco que no temió lanzarlos al
viento con esperanza.
Porque al final, lo importante no es que se
queden contigo… sino que vuelen libres, y vuelvan, por amor.

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