Mark Twain, Alfred Hitchcock y Paul Cézanne alcanzaron la
cumbre de su talento en la madurez.
Ben
Fountain era abogado inmobiliario en las oficinas en Dallas del bufete Akin,
Gump, Strauss, Hauer & Feld, con pocos años de haberse titulado, cuando
decidió que quería escribir libros de ficción.
Lo
único que había publicado en su vida era un artículo jurídico. Había
intentado escribir por la noche, cuando volvía a casa, pero casi siempre
llegaba rendido. Resolvió dejar el trabajo.
“Estaba muy angustiado”, recuerda. “Sentía como si hubiera saltado
al vacío y no supiera si el paracaídas se iba a abrir. Me iba bien en el
ejercicio de la abogacía, y mis padres estaban muy orgullosos de mí… Era una
locura”.
Inició
su nueva vida un lunes de febrero por la mañana. Se sentó a la mesa de la
cocina a las 7:30 y trazó un plan. Todos los días escribía hasta la hora del almuerzo;
luego se acostaba en el
suelo 20 minutos para relajar la mente. Después seguía escribiendo unas horas más. “Lo abordé como un trabajo. No lo
dejaba para después”, cuenta. Su primera narración era sobre un agente de bolsa que usa información
privilegiada y traspasa un límite moral. Tenía 60 páginas de extensión y le llevó tres meses
escribirla. Al terminarla escribió otra, y luego una más.
El
primer año Fountain vendió dos escritos, y adquirió confianza. Luego escribió una novela,
pero pensó que no era muy
buena y la guardó en un cajón. Entre tanto, logró publicar un cuento en la revista
Harper’s. Un agente literario neoyorquino lo leyó y contrató al autor. Éste escribió una
serie de relatos titulada Brief Encounters with Che Guevara (“Breves encuentros
con el Che Guevara”), y Ecco, sello de HarperCollins, la publicó. El libro fue designado uno de
los mejores del año por los diarios San Francisco Chronicle y Chicago
Tribune y por la revista Kirkus Reviews, y comparado con la obra de Graham
Greene, Evelyn Waugh, Robert Stone y John le Carré. La segunda novela de
Fountain, Billy Lynn’s Long Halftime Walk (“La larga marcha del medio tiempo de Billy Lynn”), mereció reseñas elogiosas y el
premio del Círculo Nacional de Críticos de Libros de Estados Unidos en la
categoría de ficción.
La historia de Ben Fountain parece familiar: la del joven talento que toma
por asalto el mundo literario. Pero su éxito fue todo menos repentino. Dejó su trabajo en el bufete en
1988. Por cada
escrito que publicó en los primeros años, le rechazaron 30 por lo menos.
En la novela que guardó en
el cajón se había tardado cuatro años. Para consagrarse con Brief
Encounters tuvo que
esperar hasta 2006, 18
años desde el día en que se puso a escribir en la mesa de la cocina. El “joven”
autor conquistó el mundo literario a la edad de 48 años.
Solemos
pensar que el genio es inseparable de la precocidad, que hacer algo muy
creativo exige la exaltación y la energía de la juventud. Orson Welles realizó
su obra maestra, El ciudadano Kane, a los 25 años. Herman Melville escribió un libro al año desde
los veintitantos, y
culminó su obra a los 32 con Moby-Dick. Mozart tenía 21 cuando compuso su magistral
Concierto para piano nº 9 en mi bemol mayor. ¿Cuántos tenía T. S. Eliot
cuando escribió el poema “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” (“Me hago
viejo… me hago viejo”)? Veintitrés.
“Los poetas alcanzan su cumbre
en la juventud”, afirma el estudioso de la creatividad James Kaufman.
David Galenson, economista de la Universidad de Chicago,
puso a prueba este supuesto hace algunos años. Revisó 47 antologías poéticas en lengua inglesa
publicadas desde 1980 y contó los poemas incluidos con más frecuencia. Los 11
primeros son, en este orden: “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, de T. S. Eliot; “La
hora de la mofeta”, de Robert Lowell; “Una parada en el bosque en una noche nevada”, de
Robert Frost; “La carretilla roja”, de William Carlos Williams; “El pez”, de
Elizabeth Bishop; “La
esposa del mercader del río”, de Ezra Pound; “Papá”, de Sylvia Plath;
“En una estación del metro”, de Pound; “Reparar el muro”, de Frost; “El muñeco
de nieve”, de Wallace Stevens, y “El baile”, de Williams.
Cuando
los escribieron, sus autores tenían, respectivamente, 23, 41, 48, 40, 29, 30,
30, 28, 38, 42 y 59 años. Galenson concluyó que no hay pruebas de que la
poesía sea cosa de jóvenes. De los poemas antologizados de Frost, 42 por ciento
fueron escritos cuando su autor ya era mayor de 50 años; en el caso de Williams
la cifra es de 44 por ciento, y en el de Stevens, de 49 por ciento.
Lo
mismo ocurre con el cine y la literatura, señala Galenson en su libro
Old Masters and Young Geniuses: The Two Life Cicles of Artistic Creativity
(“Viejos maestros y jóvenes genios: los dos ciclos vitales de la creatividad artística”). Es cierto
que Orson Welles llegó al cenit como director a los 25 años, pero Alfred
Hitchcock filmó Con M de muerte, La ventana indiscreta, Para atrapar al ladrón,
El tercer tiro, Vértigo, Intriga internacional y Psicosis entre los 54 y los 61
años. Mark Twain publicó Las aventuras de Huckleberry Finn a los 49. Daniel Defoe escribió Robinson Crusoe a los
58.
Sin embargo, los casos que obsesionaron a Galenson fueron el de Pablo Picasso y el
de Paul Cézanne. Picasso
era un prodigio. Su dedicación seria a la pintura empezó hacia los 20 años
de edad, cuando en un breve lapso pintó muchas de sus obras maestras, entre
ellas Las señoritas de Aviñón, a los 25. Picasso corresponde perfectamente al
concepto habitual de genio.
Lo contrario sucede con Cézanne. En la sala dedicada a su
obra en el Museo de Orsay, en París, puede verse que hacia el final de su vida pintó la serie de
cuadros que ocupan la pared del fondo. Galenson descubrió que las obras
creadas por Cézanne a los
sesenta y tantos años valen 15 veces más que las que pintó de joven. En
él contaron poco la frescura, la exaltación y la energía de la juventud. Su genio floreció a una edad
tardía.
El día en que Ben Fountain empezó a escribir en la mesa
de la cocina, todo iba sobre ruedas. Sabía cómo debía comenzar el relato del agente de bolsa, pero el
segundo día, cuenta, sufrió
“un ataque de nervios”. No tenía una imagen mental completa para ponerla por escrito.
Empezó a juntar artículos sobre algunos temas que le interesaban, y no tardó en darse cuenta de
que Haití le fascinaba. “El expediente de Haití no dejaba de crecer”,
recuerda. “Pensé que en ese lugar estaba mi novela. Dos meses después decidí viajar allí. Fui
en abril o mayo de 1991”.
Hablaba poco francés, menos aún criollo haitiano. Nunca había ido al extranjero ni
conocía a nadie que viviera en Haití, pero el país lo cautivó. “Todo lo
que ha pasado en los
últimos 500 años —el colonialismo, el racismo, el poder, la política, los
desastres ecológicos— está allí muy concentrado”, señala. “Además, me sentía visceralmente
a gusto en el país”. Volvió a viajar a Haití, quedándose a veces una
semana y a veces dos. Hizo
amigos, a los que invitó a visitarlo en Dallas. (“Uno no ha vivido hasta
que tiene huéspedes haitianos en casa”, dice).
En Brief Encounters with Che Guevara, cuatro de los relatos
tratan de Haití, y son los mejores de la colección. “Cuando terminé la novela, me pareció que había
material de sobra, que podía seguir profundizando en el país”, recuerda
Fountain. “He vuelto por lo menos 30 veces”.
Galenson sostiene que los prodigios como Picasso rara vez
emprenden tales exploraciones de resultado incierto. Según él, tienden a ser
“conceptuales”, en el sentido de que empiezan con una idea clara de hacia dónde quieren ir y entonces la
ejecutan. “Apenas puedo comprender la importancia que se da a la palabra
búsqueda en la pintura moderna”, dijo Picasso en una entrevista con el artista
Marius de Zayas. “En mi
opinión, buscar no significa nada; la cuestión es encontrar”.
En cambio, los genios tardíos en florecer tienden a trabajar a la inversa,
continúa Galenson. Adoptan
un método experimental. “Como tienen metas imprecisas, su procedimiento es tentativo y gradual”, escribe
en Old Masters and Young Geniuses.
Regresar 30 veces a Haití es propio de un creador
experimental. Es así como una mente de este tipo resuelve lo que quiere hacer.
Para pintar un retrato del crítico Gustave Geffroy, Cézanne lo hizo aguantar 80 sesiones de pose
durante tres meses, y luego le anunció que el proyecto había sido un
fracaso. Pintaba un
cuadro, lo repintaba y lo volvía a pintar. Tenía fama de acuchillar sus
lienzos cuando sufría accesos de frustración.
La idea de Galenson de que la creatividad se puede dividir en estos dos tipos
—conceptual y experimental— tiene varias implicaciones importantes. Por
ejemplo, a veces pensamos que los genios tardíos empiezan tarde, que no se dan
cuenta de su talento hasta los 50 años, y por lo mismo alcanzan su cumbre en la
madurez. Pero eso no es exacto. Cézanne ya pintaba casi a tan corta edad como
Picasso. También en ocasiones
los concebimos como artistas a los que no se descubre a tiempo. En ambos casos el supuesto es
que el prodigio y el genio tardío son esencialmente lo mismo, y que el
florecimiento tardío no es otra cosa que el genio sujeto a condiciones de
fracaso comercial. La argumentación de Galenson sugiere algo distinto: que los genios tardíos florecen
en la madurez sencillamente porque no son lo bastante buenos hasta entonces.
Tal
es la lección del persistente esfuerzo de Fountain por forjarse un nombre en el
mundo literario. En el camino hacia un gran logro, el genio tardío parece un
fracaso: aquello que va produciendo mientras revisa y corrige el rumbo,
mientras acuchilla lienzos al cabo de meses o años de trabajo, se asemeja a la
obra del artista que nunca llega a la cumbre.
Los
prodigios revelan su genio desde el inicio. Los genios tardíos necesitan
paciencia y una fe ciega en sí mismos.
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