El
amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos,
cualquiera nos reconoce.
Hondas
ojeras nos delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los
abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y
sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.
El amor
se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al
descuido, en el café o en la sopa o el trago. Se puede provocar, pero no se
puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia;
tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las
brujas. No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo,
aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con
garantía y todo.
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