La
noche ha llegado con esa trivialidad de sombras advenedizas que se adueñan del
paisaje con las brumas primeras. Una calma inquietante de horas muertas juega
su afán de tul recién entramado. Un búho se muestra con la apática mirada de quien
ya conoce el panorama, repetido desde el principio, una y otra vez, con el
único desafío de aguardar hasta el alba. El tiempo, no existe. Se ha detenido
entre el vaho y las pocas luces que, a hurtadillas se cuelan en las calles
vacías.
El pueblo es un desierto habitado por almas
furtivas, ocultas en las mortecinas luces de las ventanas, sintiendo el recelo
de desafiar una obscuridad que tiene algo de paz y mucho de solapado mal
augurio.
Efectivamente, algo hay en el aire que no es
bueno. Será que, por estos días de mayo, todos por aquí sabemos que la llanura
comienza a conjurar lémures para practicar sus macabros pasatiempos de
invierno...
Un
viejo asoma su nariz y rápidamente se refugia entre las tenues paredes de su
casa.
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