Mucha
gente cree que los antibióticos y el alcohol son incompatibles y que mezclarlos
resulta peligroso, o bien que, si bebes cuando estás bajo tratamiento, las pastillas
pierden su efecto.
La realidad no es tal, pero sí es cierto que el alcohol aumenta el metabolismo
hepático de estos fármacos y disminuye su concentración en sangre, por lo que
su presencia en el lugar donde debe de hacer efecto es menor y también lo es su
eficacia.
Lo que ocurre es que una vez ingeridos, esos fármacos
pueden seguir varios caminos en el organismo: bien son metabolizados por el
hígado o bien eliminados a través de la orina o las heces. Según la ruta de excreción que
sigan, permanecerán activos más o menos tiempo, lo cual determinará la
frecuencia con que debe administrarse cada dosis.
Así
que lo que sí puede hacer el alcohol es retrasar o acelerar su absorción y
eliminación. Es decir, si se bebe mucho, el antibiótico funciona más lentamente. Esta
reducción de efecto se puede dar en un tipo de antibióticos llamados macrólidos
y quinolonas, que se usan para tratar infecciones de garganta, urinarias o
respiratorias.
Por otro lado, con algunas cefalosporinas, antibióticos
del grupo de beta-lactámicos, la ingesta de alcohol precipita la aparición de una serie de síntomas.
Se conoce como efecto antabús o efecto tipo disulfirán y se trata de manifestaciones clínicas que pueden
ser leves o graves, y que van desde rubor facial (cara colorada), náuseas,
vómitos, ansiedad, hasta incluso taquicardia, hipotensión, insuficiencia
respiratoria o encefalopatía.
El efecto antabús puede aparecer también con el uso de
metronizadol (antibiótico anaerobicida y antiprotozoario), muy utilizado en las
infecciones bucodentales o en óvulos vaginales para tratar ciertas
infecciones. En todo caso, lo
más seguro es leer el prospecto, donde siempre vienen indicadas las
incompatibilidades.
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