Hay momentos en los que la luna brilla
en el cielo de otoño, como si llevara el peso de un dolor antiguo, uno que todos conocemos en lo más profundo del alma, pero
que nadie puede nombrar. En esa luz, que parece derramarse con una mezcla de belleza e injusticia, encuentro
algo más que simple reflejo. Veo rostros, algunos pálidos por el cansancio, otros llenos de amor, y
pienso en cómo, a veces, sólo la luna puede besar ese dolor que todos llevamos
escondido.
Es
extraño cómo un simple
gesto, una risa, una mirada, pueden transformar todo. Es en esos
momentos, cuando la risa
de alguien amado ilumina el mundo, que todo lo demás parece desvanecerse.
La luna palidece frente a la fuerza de ese amor que brilla como un relámpago, iluminando no sólo el cielo,
sino también nuestras vidas.
Me
maravilla pensar en cómo, cuando
dos cuerpos se encuentran, cuando dos almas se confunden, hay algo en el aire
que lo transforma todo. Es como si la luna, con su luz pálida, quedara eclipsada por la
intensidad de ese amor. La risa, la desnudez de un cuerpo amado, el simple acto
de estar juntos, hacen que todo lo demás se desvanezca.
El amor tiene el poder de elevarse por encima de todo, de sobrevivir, de ascender como una llama que nunca se apaga. Es en esos momentos de conexión profunda, de risas compartidas, que encontramos la verdadera esencia de la vida. La luna puede brillar, las estrellas pueden caer, pero cuando estamos con quien amamos, todo cobra sentido. Es el misterio de la noche vencida, la maravilla de estrechar a alguien en los brazos y saber que, en ese instante, todo está bien en el mundo.
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