La gente no quiere ir a trabajar,
contrario a lo que indica el espeso tráfico de la mañana. Me lo reveló
sin darse cuenta una amiga que, aferrada a la toalla del baño a media noche,
lloraba y decía una y otra vez que no quería ir a la oficina.
Mi amiga lo tiene todo para ser feliz,
pero no lo es. Su sueldo tiene siete ceros a la
derecha, pero ella no quiere siete ceros, porque tanto cero a la derecha
han terminado convirtiéndola en un cero a la izquierda.
Parte
del dinero que gana de lunes a viernes le sirve para comprar el licor que durante el fin
de semana le hará olvidar
quién es, aunque al final de la fiesta siempre termine recordando lo infeliz que se
siente. Se trata de una de esas venganzas que terminan devolviéndose.
Y eso
que a ella no le ha ido mal: no
sabe lo que es trabajar por una fracción de su sueldo, hacinado en una
oficina y tragándose las partículas del que está de al lado cada vez que éste
tose.
La
gente no quiere ir a trabajar, menos para las empresas de hoy, que exigen más que las de antes; que
piden más a cambio de menos, que hacen contratos de mentira y se limpian
las manos si a alguien le da una gripa; que ya no se conforman con que sus empleados sean eficientes,
porque ahora tienen que ser, además
de baratos, sumisos.
Lo que entristece es que uno se someta
a todo, hasta a los
polígrafos y las visitas domiciliarias, por el dinero.
El último lunes festivo atravesé la
ciudad en contra de mi voluntad para ir a trabajar. La vida es una cosa triste;
lo mismo debe pensar el que no tiene trabajo, pero cada uno a lo suyo, a sufrir
por lo que le ha tocado en suerte.
Cuando
uno no quiere ir a trabajar empieza
a envidiar formas de vida inferiores, despojadas de toda responsabilidad y toda
conciencia. De niño quería ser Superman y salvar al mundo, pero salvar al mundo es muy
difícil, sobre todo cuando no se es capaz de salvarse a uno mismo. Ahora de adulto quisiera ser un
gato, y pasar el
día entero saltando tejados sin caerme
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