La
inteligencia humana se marchita cuando las computadoras asumen las tareas que
solíamos realizar; sin embargo, hay una alternativa.
Llegó la hora de la inteligencia artificial. Las
computadoras de hoy son perceptivas y agudas.
Pueden
sentir el ambiente, resolver problemas, hacer juicios sutiles y aprender de los
errores. No piensan
igual que nosotros, pero pueden reproducir muchos de nuestros talentos
intelectuales más preciados. Deslumbrados por nuestras máquinas, les
hemos asignado todo tipo de labores sofisticadas que solíamos hacer.
Sin
embargo, nuestra creciente dependencia de la automatización puede costar cara.
La evidencia sugiere que nuestra
inteligencia se marchita a medida que dependemos más de la inteligencia
artificial. En lugar de elevarnos, el software inteligente parece
embrutecernos.
Ha sido un proceso lento. La primera ola de
automatización llegó a la industria estadounidense después de la Segunda Guerra
Mundial, cuando los
fabricantes comenzaron a instalar equipos controlados electrónicamente en sus
plantas. Las máquinas aumentaron la eficiencia de las fábricas y la
rentabilidad de las empresas. Fueron proclamadas como máquinas emancipadoras. Al liberar a los
empleados de las tareas rutinarias, les darían trabajos más estimulantes y capacidades más valiosas.
En los años 50, el profesor James Bright de la Escuela de
Negocios de la Universidad de Harvard estudió los efectos de la automatización en varias
industrias. Descubrió que a menudo las nuevas máquinas dejaban a los
trabajadores con tareas más monótonas y menos exigentes y concluyó que el efecto predominante de la
automatización era la “descualificación” de los empleados. “Los equipos
altamente complejos”, escribió en 1966, no necesitan operadores “cualificados”.
La cualificación se puede incorporar en la máquina.
Seguimos aprendiendo esa lección a una escala mucho
mayor. A medida que el
software se ha vuelto más capaz de hacer análisis y tomar decisiones, la
automatización ha saltado de las fábricas al trabajo intelectual.
Las computadoras realizan la clase de trabajo intelectual
que durante mucho tiempo fue considerado el dominio de profesionales bien
educados y capacitados. Los pilotos usan computadoras para volar aviones; los
doctores las consultan para diagnosticar enfermedades y los arquitectos
recurren a ellas para diseñar edificios. La nueva ola de la automatización
impacta a casi todos.
Las computadoras no están arrebatando todos los trabajos
que solían hacer las personas talentosas, pero están cambiando la forma en que se trabaja.
Una evidencia creciente apunta a que el efecto de descualificación que redujo
las destrezas de los empleados fabriles el siglo pasado comienza a corroer las
habilidades profesionales, incluso las altamente especializadas.
Basta
con mirar al cielo. Desde su invención hace un siglo, el piloto automático ha
ayudado a que viajar en avión sea una experiencia más segura y eficaz.
No obstante, a los expertos les preocupa que al haber transferido tantas tareas
a las computadoras, los pilotos estén perdiendo sus capacidades.
El investigador británico de aviación Matthew Ebbatson
efectuó en 2007 un experimento con un grupo de pilotos. Los hizo realizar una
maniobra difícil en un simulador de vuelo y evaluó indicadores sutiles de su
habilidad. Cuando comparó
los resultados del simulador con los antecedentes de vuelo de los
participantes, halló una estrecha correlación entre la aptitud de los pilotos y
la cantidad de tiempo que habían dedicado recientemente a volar en forma manual.
Sin embargo, las computadoras ejecutan la mayoría de las operaciones de vuelo
entre el despegue y el aterrizaje y los pilotos no practican sus habilidades.
Incluso un ligero declive en la capacidad manual de volar
puede ocasionar una tragedia. Un piloto sin mucha práctica reciente es más propenso a cometer un
error en una emergencia. Los errores de pilotos vinculados a la
automatización se han visto implicados en varios desastres aéreos recientes.
Un informe divulgado del año pasado por la Administración
Federal de Aviación de Estados Unidos (FAA, por sus siglas en inglés) documentó un creciente vínculo
entre los accidentes aéreos y una excesiva dependencia de la automatización.
La FAA está instando a las aerolíneas a que los pilotos dediquen más tiempo a
volar a mano.
Hace 10 años, un equipo de científicos de informática de
la Universidad de Utrecht, en Holanda, hizo que un grupo de personas realizara
tareas complejas de analítica y planificación utilizando un software
rudimentario que no ofrecía ayuda o un software sofisticado que brindaba
bastante asistencia. Encontraron
que quienes emplearon el software más sencillo idearon mejores estrategias,
cometieron menos errores y desarrollaron una mejor aptitud para el trabajo.
A
pesar de todo, el ámbito de la automatización crece y crece. Los médicos
usan programas de software para orientarse en los exámenes de sus pacientes.
Los programas incorporan valiosas alertas y listas de verificación, pero
vuelven la medicina más rutinaria y distancian a los doctores de sus pacientes.
Beth Lown, profesora de la Escuela de Medicina de la
Universidad de Harvard, advirtió en un artículo publicado en 2012 junto con su
alumno Dayron Rodríguez, que cuando
los doctores pasan a depender de las pantallas y siguen las indicaciones de la
computadora en lugar del “hilo narrativo del paciente”, su pensamiento corre el
riesgo de volverse estrecho y, en el peor de los casos, pasar por alto importantes
señales de diagnóstico.
El riesgo no es puramente teórico. En un estudio reciente
publicado en la revista especializada Diagnosis, tres investigadores examinaron
el diagnóstico erróneo de Thomas Eric Duncan, la primera persona en morir de
ébola en EE.UU., en el Dallas Texas Health Presbyterian Hospital. Argumentan que los formularios
digitales empleados por el personal del hospital para ingresar información de
los pacientes probablemente contribuyeron a la equivocación. “Estas
herramientas”, escribieron, “están optimizadas para captar datos, pero a
expensas de sacrificar su utilidad para realizar diagnósticos apropiados,
haciendo que los árboles no dejen ver el bosque”.
Incluso las profesiones creativas sufren los efectos de
la descualificación. Los diseños asistidos por computadora han ayudado a los
arquitectos a construir edificios con formas y materiales inusuales, pero
cuando las computadoras se incorporan al proceso en forma prematura, pueden entorpecer la
sensibilidad estética y las observaciones conceptuales provenientes del
dibujo y la construcción de modelos.
Estudios psicológicos han hallado que el trabajo manual
es más propicio para liberar la originalidad de los diseñadores, expandir su
memoria a corto plazo y fortalecer su sentido táctil. Cuando el software toma el timón, las habilidades
manuales decaen.
No nos tenemos que resignar a esta situación. La automatización no tiene que
eliminar los retos de nuestro trabajo y reducir nuestras destrezas.
Estas pérdidas provienen de lo que los ergónomos y otros académicos califican
de “automatización tecnocéntrica”, una filosofía de diseño que ha pasado a
dominar el pensamiento de los programadores y los ingenieros.
Cuando
los diseñadores de sistemas comienzan un proyecto, consideran primero la
capacidad de las computadoras con miras a delegar al software la mayor cantidad
de trabajo posible. Al operador humano se le asigna lo que sobra, que
normalmente consiste en tareas relativamente pasivas como ingresar datos,
seguir directrices y monitorear pantallas.
Esta
filosofía atrapa a las personas en un ciclo vicioso de descualificación. Al
aislarlos del trabajo arduo, sus habilidades se degradan y aumentan las
probabilidades de que se equivoquen. Cuando esos errores suceden, la
respuesta de los diseñadores es imponer más restricciones, lo que conduce a una
nueva ronda de descualificación.
Hay una alternativa. En la “automatización humanocéntrica”, los talentos de la
gente tienen prioridad. Los sistemas están diseñados con el fin de
mantener al operador humano en un proceso continuo de acción, retroalimentación
y toma de decisiones.
En este modelo, el software juega un papel esencial pero
secundario. Realiza las
funciones rutinarias que el operador humano domina, alerta cuando surgen
situaciones imprevistas, proporciona información nueva que expande la
perspectiva del operador y contrarresta los sesgos que a menudo distorsionan el
pensamiento humano. La
tecnología se convierte en el compañero del experto, no en su sustituto.
Impulsar a la automatización en esta dirección no
requiere ningún adelanto técnico, sino un cambio de prioridades y un enfoque renovado en las virtudes y
defectos del ser humano.
Las aerolíneas, por ejemplo, podrían programar el software de la cabina de
comando para que alternara el control entre la computadora y el piloto durante
el vuelo. Al mantener al aviador alerta y activo, ese pequeño cambio
podría hacer que volar sea más seguro. En la contabilidad, la medicina y otros
rubros, el software podría
ser mucho menos invasivo y darles a los profesionales margen de maniobra
para ejercer su propio criterio antes de ofrecer sugerencias derivadas de los
algoritmos.
Uno de los ejemplos más interesantes del método
humanocéntrico es la
automatización adaptiva. Usa sensores de punta y algoritmos
interpretativos para monitorear los estados físicos y mentales de las personas
y aprovecha la información
para cambiar las tareas y responsabilidades entre el ser humano y la
computadora.
Cuando
el sistema identifica que un operador tiene problemas con una operación difícil,
asigna más tareas a la computadora para librar al operador de distracciones. Cuando detecta que el interés
del operador decae, aumenta la carga de trabajo de la persona para
captar su atención y desarrollar sus habilidades.
Si
dejamos que nuestras destrezas se desvanezcan al depender demasiado de la
automatización, nos volveremos menos capaces, menos resistentes y más
subordinados a nuestras máquinas. Crearemos un mundo más apto para los
robots que para nosotros.
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