Recorrer Colombia es una bonita experiencia sociológica: si uno empieza por el Norte, en el desierto de La Guajira , podrá visitar la mezquita de Maicao, comer quibbes como los del Líbano, ver mujeres de origen árabe con velo musulmán y hasta deleitarse al postre con las waclavas de miel y frutos secos. Si atraviesa las fértiles llanuras de Córdoba, Bolívar y Sucre, encontrará inmensos hatos de ganado Brahman, traído de la India hace más de un siglo, con sus morros henchidos de grasa y carne, y con la parsimonia envidiable de las vacas sagradas. Si se trepa por la cordillera de los Andes encontrará valles alpinos con ganado Holstein o Jersey, como en Suiza, Inglaterra o Canadá, e incluso campesinos de ojos azules que ordeñan las vacas y hacen queso en las montañas de Antioquia. Si se hunde en las selvas del Chocó podrá sentirse en África de repente, con unos negros grandes y dulces que llevan la música por dentro y la pobreza por fuera, aunque con gran dignidad. Si se atreve a internarse en las selvas amazónicas, se sentirá en partes del Brasil, con ríos inmensos y parsimoniosos, árboles innumerables, calor intenso y bichos raros. Si va a los departamentos del Cauca y Nariño, en el sur, podrá figurarse que está en Bolivia o en Perú, con indios que vienen de ramas remotas de la familia quechua, cuyo imperio se extendió hasta allí, pero que hablan lenguas locales que Evo Morales no entendería.
¿Qué nos falta en esta rápida descripción geográfica del país? Dos largas costas, la del mar Caribe y la del océano Pacífico, entre delfines y playas coralinas, hasta tibias bahías escogidas por las ballenas que van y vienen de los polos para hacer ahí, en el centro de su recorrido, esos ruidosos y salvajes apareamientos que los humanos llaman el amor. Algún puerto industrial, como Barranquilla, donde judíos y árabes conviven y compiten por el comercio; una ciudad de belleza legendaria, Cartagena de Indias, en donde el centro se parece a Andalucía y la periferia a Bangladesh.
Colombia es también, como el mundo, un país de ciudades en el que la mayoría de la gente vive en humeantes conglomerados urbanos acromegálicos y no en el campo. Lo distinto estriba en que, a diferencia de la mayoría de los países de Hispanoamérica, la capital del país, Bogotá, no se roba la casi totalidad de la población urbana, sino que pululan las ciudades con más de trescientos mil habitantes: Medellín, Cali, Barranquilla, Pereira, Cartagena, Manizales. Salvo los puertos, la mayoría de estas ciudades (y por ende de la población del país) está en las cordilleras, en altos valles o en altísimos altiplanos. El motivo es muy simple: el clima duro del trópico, la humedad y los insectos de las tierras bajas se soporta mucho mejor en la altitud de las montañas. Por eso tenemos un país muy extenso, pero al mismo tiempo muy densamente poblado en la cordillera y casi desierto en las llanuras y en las selvas.
El 98% de los colombianos hablamos en castellano. Las variedades de nuestro español dependen de si estamos cerca del mar, de cara al mundo, o aislados en las montañas, pero en general podría decirse que, quizá por estar nuestro país a mitad de camino entre el Río Grande del norte y el Río de la Plata , nuestro castellano tiene una cadencia bastante comprensible para casi todos los que viven en el ámbito de la lengua. A esta aparente neutralidad de nuestra variedad lingüística se debe tal vez ese lugar común que dice que hablamos el español más hermoso y correcto de América.
Escribimos libros, hacemos unas cuantas películas al año, ganamos una o dos medallas de bronce en los Juegos Olímpicos, somos buenos escaladores en ciclismo y tenemos una selección de fútbol que teme mucho hacer goles. Tenemos dos o tres cantantes populares que el mundo adora, aunque a mí no me entusiasmen. Nuestros tres escritores más grandes, en todos los sentidos de la palabra grande, viven en México (García Márquez, Mutis y Fernando Vallejo), como si el aire impuro del D.F. fuera fecundo para su prosa. Tenemos unos cuantos museos no muy buenos, pero de vez en cuando surgen grandes talentos aislados en la ciencia o en el arte. Somos unos 44 millones los que seguimos viviendo aquí, y otros 4 viven repartidos por el mundo, sobre todo en Venezuela, Europa y Estados Unidos. El país es muy verde y su naturaleza no es nada pobre. Medellín, la ciudad en la que vivo, no es la peor de América Latina ni tampoco la más violenta, por mucho que en años anteriores haya sido la capital mundial de la mafia. Pasamos de 6.500 asesinatos al año a 650, y por eso nuestra tasa de homicidios es inferior a la de Caracas, a la de México e incluso a la de Washington.
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