La historia cuenta que, en la
antigüedad, un gran maestro muy sabio una vez visitó un templo en el que le
estaba esperando un joven monje que le iba a guiar por el camino. En el
interior de aquel enorme y frío templo había tres perros que lo custodiaban.
Aunque se encontraban encadenados a un
poste, la imagen de esos perros negros ladrando con furia, con esos dientes
afilados y con su mirada fija en ellos, hizo que el sabio se preocupara y con
cierto miedo le preguntara al joven si era seguro pasar por ahí.
Éste,
confiado por la
resistencia de las cadenas asintió con la cabeza. En uno de los fuertes
embates que dieron los perros rabiosos, el soporte que sujetaba las cadenas al poste cedió
y éstos quedaron libres de
toda sujeción. En cuestión de segundos los perros, con los ojos
inyectados en sangre, corrían a gran velocidad hacia los dos visitantes
indeseados.
El miedo dejo blanco al joven. Se había
quedado totalmente paralizado. El maestro, en cuanto vio que los perros se dirigían con
rabia hacia él, en vez de
huir o quedarse paralizado por el miedo hizo algo muy curioso: miró a los
perros a los ojos y se puso a correr directamente hacia ellos. Imagina
la escena: tres perros rabiosos corriendo hacia el sabio y éste, al otro lado
del templo, corriendo con toda su energía hacia los perros.
Entonces ocurrió algo interesante: los
perros, nunca habían visto algo parecido, y al ver a ese hombre corriendo hacia
ellos se pusieron a huir.
El sabio, volvió con el muchacho, le sonrió amistosamente y le dijo: “siempre corre hacia tus miedos”
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