Desde tiempos pretéritos, la esfera ha sido
considerada como símbolo de la totalidad. Para quienes disfrutamos de su práctica o contemplación,
el instantáneo ¡¡¡goooooooool!!! llena de sobrenatural e inexplicable regocijo
al rutinario tránsito de nuestra cotidianidad.
Para los presocráticos griegos, la esfera
equivalía a lo Infinito, a la perfección de Dios.
Para los árabes, el Universo se originó de un
huevo primordial, y por eso, el número cero simboliza la Nada de la cual
procede el Todo.
Para los antiguos hindúes, la esfera se
identificaba con el globo terráqueo y se consideraba alegoría del mundo.
En
el idioma maya, la pelota de hule era llamada ulli, palabra que significa esférico
y universo redondo.
El
juego de pelota ritual de la cultura maya, cuyo origen se sitúa hacia el año
2500 antes de Cristo. Bordeada por rampas escalonadas que
conducían a las plataformas ceremoniales, la cancha de juego de pelota maya
tenía forma de I mayúscula y se encontraba en todas las ciudades del imperio.
El
Tsu-Chu –juego de pelota que emergió en la antigua China hacia el año 2500
antes de Cristo- era una actividad sólo para virtuosos. De
acuerdo a las crónicas imperiales, la meta del Tsu-Chu era patear un balón de
cuero relleno de plumas y pelo animal, para encajarlo en una pequeña red de
unos 40 centímetros de diámetro construida sobre cañas de bambú. El único
inconveniente era que esa red colgaba a unos… ¡9 metros de altura! Se
necesitaba un altísimo nivel de habilidades para practicar este deporte: un
manual de la época reza –de manera un tanto cínica- que "cualquier parte
del cuerpo es útil para anotar, excepto las manos".
Los
nativos de Norteamérica también tenían su propio juego de pelota, llamado
pasuckuakohowog, complejo vocablo que significa gente que se reúne para jugar
con la pelota al pie. Más de un millar de personas se
involucraban –de manera simultánea- en la práctica de este entretenimiento
rudo, peligroso y de escasas reglas. Los contendientes usaban ornamentos y
pintaban sus cuerpos con símbolos de guerra. Era común que los juegos se
extendieran de un día para otro, con festines de celebración luego de concluido
cada encuentro. Por su
parte, los esquimales practicaban otro juego de intrincado nombre –el asqaqtuk:
éste consistía en patear y anotar puntos con un pesado balón, relleno de
hierba, pelo de caribú y musgo.
Textos clásicos del siglo III describen a las
huestes inglesas celebrando su victoria sobre las hordas danesas con una
eufórica sesión de juegos de pateo. Para la ocasión, se usó una pelota muy
particular: la cabeza cercenada del líder invasor. Este evento habría sido la génesis –un tanto
cruel- del mob football.
Entre los siglos VII y XIX, el mob football se
popularizó en las islas británicas. La pelota era elaborada con cueros y tripas de animales domésticos. La
"cancha" era vasta: dos aldeas comenzaban el juego en un punto
neutral. El propósito era el de transportar el balón a la plaza o mercado
principal del villorrio rival. A veces, la disputa se llevaba a cabo en
una misma ciudad, entre dos barrios vecinos. Miles y miles de personas se
involucraban en cada partida.
En
el año 1314, el Rey Eduardo II publicó un edicto que prohibía la práctica del
mob football. Su hijo Eduardo III decretó una medida
similar –tan infructuosa como la del padre. Ricardo II, Enrique IV, Enrique VI
y Jaime III engrosaron el catálogo de reyes ingleses que intentaron prohibir
este deporte, sin conseguirlo.
Tras su éxito en las islas británicas, el mob
football se extendió por diversas regiones de Europa: de tumulto en tumulto, de
gresca en gresca, fue sumando adeptos y reformadores. A finales del siglo XVI,
en la ciudad italiana de Florencia, apareció el primer intento serio por domesticar
esta práctica: se trataba de un esfuerzo civilizador que estaba imbuido del
espíritu racionalista y científico –propio del Renacimiento- que empezaba a
imperar en esa época. De tal suerte, surgió el calcio florentino.
Las primeras reglas de este deporte fueron
oficializadas en 1580. Una de sus mayores novedades fue el hecho de imponer un
límite al número de jugadores –veintisiete por equipo. El objetivo del juego era sumar más puntos que el
equipo rival. Las dimensiones de la cancha eran similares a las del
fútbol actual, pero cubierta de arena en lugar de grama. La pelota debía ser introducida
en unas plataformas con agujeros colocadas a ambos extremos del campo de juego.
Para transportar el balón podían usarse, de manera indistinta, manos o pies.
Por cada tiro acertado se obtenían 2 puntos, pero por cada intento errado, se
sumaba medio punto al equipo rival. El encuentro duraba 50 minutos y era
supervisado por ocho árbitros.
Transcurrieron décadas, siglos. Declinaron
viejos imperios, surgieron otros nuevos. En todo el orbe, antiguas monarquías
se transformaron en repúblicas; colonias y protectorados devinieron en naciones
independientes; grandes sistemas religiosos surgieron o sucumbieron; el
pensamiento racional, científico, se enseñoreó del ambiente intelectual,
desplazando a la vieja hegemonía de filósofos y teólogos. Incólumes, los juegos de pelota
sobrevivieron a tales avatares.
En Inglaterra, a mediados del siglo XIX, se
dieron los primeros pasos para unificar todos los códigos o reglamentos de football.
No fue un proceso tranquilo y no estuvo exento de facciones, disputas y
divergencias. De tales encuentros y desencuentros, surgirían, con el paso del
tiempo y en distintos países, las reglas de deportes que aún hoy están en boga:
el rugby, el footballl americano, el football australiano, el football
canadiense, el lacrosse, el hockey en sus diversas superficies, y por supuesto,
el deporte más popular del planeta en la actualidad, el fútbol o soccer.
En 1848, dos alumnos de la Universidad de
Cambridge, Henry de Winton y John Charles Thring, se reunieron con estudiantes
de otras escuelas para redactar un código futbolero. Las reglas de aquel Código Cambridge se asemejan
mucho al fútbol actual. Un punto básico de tal reglamento fue la
prohibición expresa de transportar el balón con las manos, pasando la
responsabilidad del traslado de la pelota a los pies. El objeto del juego era
el de hacer pasar la esférica entre dos postes verticales, justo por debajo de
una cinta que los unía. El
equipo que marcaba más goles era el ganador. A partir de ese momento, el
fútbol entró en el terreno de la racionalidad jurídica, dejando atrás su
turbulento pasado de reyertas callejeras y turbas enardecidas.
En 1857, un código –el Sheffield- adoptó
nuevas reglamentaciones, tales como los tiros libres, los corners y los saques
de banda. La leve cinta atada a los dos postes verticales fue sustituida por un
travesaño rígido, dando lugar a las modernas porterías.
Si bien con estas unificaciones se lograron
extraordinarios avances para reglamentar y racionalizar el juego, el código
considerado como definitivo para la creación del fútbol moderno fue el suscrito
el 8 de diciembre de 1863, en la "Taberna de los Masones" de la calle
Queen Elizabeth de Londres. En tal documento, se aprobaron dos puntos
fundamentales: la limitación del número de jugadores a 11 por equipo y la
eliminación de los tackles, o golpes propinados al cuerpo del jugador, los
cuales, de ahí en adelante, pasarían a sancionarse como faltas.
Por otra parte, el número de jugadores –once-
fue seguramente tomado del diagrama básico de la cábala hebrea, el ya citado
Árbol de la Vida.
Diversos pensadores, como el mexicano
Alejandro Huizinga, han sugerido que la cultura brota del juego –una actividad
tan antigua como el alimentarse o cazar- porque dota a los seres humanos de
reglas que rigen su comportamiento individual y colectivo, de valores éticos y
trascendentes. En el caso
de los juegos de pelota, en sus más disímiles variantes, el ser humano ha
intentado reproducir las leyes del orden cósmico en las amenas conflagraciones
del deporte. Para quienes disfrutamos de su práctica o contemplación, el
instantáneo nirvana de un ¡¡¡goooooooool!!! llena de sobrenatural e inexplicable
regocijo al rutinario tránsito de nuestra cotidianidad.
Por
un instante, en ese irrefrenable grito de júbilo, quedan abolidos el tiempo, el
pasado, el pensamiento y cualquier rastro de pesadumbre: todo se vuelve intenso
gozo presente, grato estallido en el que sólo tiene cabida el más profundo
sentido de deleite.
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