Para llegar a Kericho hay que volar hasta Kisumu, en la orilla keniata del Lago Victoria. El aterrizaje y llegada a su rudimentario aeropuerto viene cromado por una magnífica puesta de sol, no por muy diferente de las que aquí nos maravillan, menos bella.
El recorrido de los algo más de cien kilómetros hay que hacerlo ya anochecido y, frecuentemente, bajo la torrencial lluvia que casi cada tarde riega las fértiles tierras de esa zona africana.
La cerrada noche impide la visión de lo que rodea a unas resbaladizas cuestas de boquetes y socavones entre los que el vehículo más que rodar parece que navega movido por un oleaje enfurecido. Hasta el siguiente amanecer no se puede descubrir que se estaba atravesando un asentamiento humano de chavolas levantadas en un enorme vertedero de basuras, junto al que se ubica Motobo: una casa de atención y cuidados a personas afectadas por el VIH.
A primera hora de la radiante mañana comienzan a llegar hombres y mujeres que llaman la atención por su generalizada juventud y por su jovialidad. Vienen a recibir sus tratamientos dos veces por semana. Hoy tienen una jornada especial: aprovechando la presencia de dos presbíteros europeos van a recibir el sacramento de la unción de enfermos.
La mayoría saben que van a morir. En la casa hay un libro, en cuya portada reza “Libro de la vida”, que elenca a las personas fallecidas y que habían sido tratadas de su enfermedad en este centro. Escalofriantes páginas y más páginas de jóvenes rostros sonrientes que evidencian que, mientras las muertes a causa del SIDA descienden muy considerablemente en los países desarrollados, África sigue sufriendo una epidemia devastadora de vidas humanas, de la que le costará décadas recuperarse.
Hoy las consultas médicas esperarán al desarrollo de una celebración salpicada de alegres cantos y danzas autóctonas, que a cualquier occidental confundiría, pero que ante todo sobrecoge, también por el hecho de que incluso los pocos musulmanes presentes (Kenia es un país de mayoría cristiana) desearon recibir la unción, sin ser ésta una única nota “heterodoxa” ni emotiva.
El centro es mantenido por cuatro religiosas, dos anglo europeas y dos jóvenes novicias nativas, y es sostenido económicamente por asociaciones europeas y canadienses. Hasta él acuden centenares de hombres, mujeres y niños, algunos tras recorrer caminando largas distancias.
Después de recibir la atención médica por el personal especializado, una enfermera da a cada paciente las dosis del tratamiento que habrán de tomar en sus casas y sister Jane (joven monja escocesa con más de 24 años haciendo éste y otros abnegados trabajos en África) entrega a cada paciente de ambos sexos varios preservativos, insistiéndoles en que no dejen de usarlos y que si necesitan más que los pidan. En un momento levanta la mirada y dice “incluso el Papa si estuviera aquí repartiría preservativos”.
No sé si lo haría. Tampoco sé qué extraña “regla de tres” rige la ecuación por la que quienes están en la brecha, donde se palpa y siente el sufrir de la gente, tienen la clarividencia de recordar que el sábado está hecho para el hombre y no al revés, mientras que los sesudos ocupantes de “las cátedras de Moisés” lo siguen olvidando.
En el centro Motobo reparten también entre quienes lo frecuentan unas camisetas divulgativas para darse a conocer entre la población en las que serigrafiadamente se exclama: Live with hope (vive con esperanza).
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