Una
sociedad capitalista está basada en el reconocimiento y protección de los
derechos individuales. En una sociedad capitalista, los hombres son libres de
perseguir sus propios fines, por el ejercicio de sus propias mentes. El hombre está constreñido por las leyes de la naturaleza. La comida,
vivienda, vestimenta, libros y medicinas no crecen en los árboles. Pero el
único límite social que impone el capitalismo es que aquellos que quieran el
servicio de otros deben ofrecer un valor a cambio. Nadie debe usar al estado para expropiar lo que
otros han producido
El éxito económico en el mercado –la
distribución del ingreso y la riqueza- dependerán de las acciones e
interacciones voluntarias de todos los partícipes. El concepto de justicia se
aplica al proceso de actividad económica. El ingreso de una persona es justo si
lo ganó por trato voluntario, como recompensa por el valor ofrecido, de acuerdo
con el juicio de aquel a quien se lo ofrece. Los economistas saben bien que no
hay tal cosa como precio justo para un bien, aparte de los juicios hechos por
los participantes en el mercado acerca del valor de ese bien para ellos. Lo
mismo es verdad respecto del precio de los servicios productivos.
Esto
no significa que deba medir mi mérito de acuerdo con mi ingreso, sino que si
deseo vivir mediante el comercio con otros, no puedo demandar que ellos acepten
mis términos y sacrifiquen su propio interés. ¿Qué pasará
entonces con quien es pobre, discapacitado o incapaz de mantenerse a sí mismo?
Esta es una pregunta válida, en tanto no sea la primera pregunta que nos
hagamos respecto de un sistema social. Es un legado del altruismo pensar que el
patrón primario para evaluar una sociedad son los miembros menos productivos. "Benditos son los pobres de
espíritu", dijo Jesús, "benditos son los humildes". Pero no
existe ningún fundamento en justicia para sostener que los pobres o humildes
deban ser tenidos en alguna estima especial o para considerar sus necesidades
como primordiales.
Si debiésemos elegir entre una sociedad
colectivista en la que nadie es libre pero nadie padece hambre y una sociedad
individualista en la cual todos son libres pero un puñado de personas morirán
de hambre, yo sostendría que la segunda sociedad, la libre, es moralmente
preferible. Nadie puede reclamar un derecho a que otros lo sirvan en contra de
su voluntad, aún cuando su propia vida dependa de ello. Pero no es esta la
elección frente a la cual nos encontramos. De hecho, el pobre está mucho mejor
bajo el capitalismo que bajo el socialismo, o aún el estado de bienestar.
Como
hecho histórico, las sociedades en las cuales nadie es libre, como la antigua
Unión Soviética, son sociedades en las que un gran número de personas padece
hambre. Aquellos que son capaces de trabajar, tienen un vital interés en el
crecimiento económico y tecnológico, lo que ocurre más rápidamente en un
sistema de mercado. La inversión de capital y el uso de la
maquinaria posibilitan el empleo de gente que de otro modo no podría producir
lo suficiente para sobrevivir. Las computadoras y los equipos de
comunicaciones, por ejemplo, hacen hoy posible que gente con severas
discapacidades puedan trabajar en sus propias casas.
Y
para aquellos que simplemente no pueden trabajar, las sociedades libres han
provisto siempre numerosas formas de ayuda privada y filantropía:
organizaciones de caridad, sociedades de benevolencia, etc. En este sentido,
aclaremos que no existe contradicción entre egoísmo y caridad. A la luz de los muchos beneficios que recibimos del trato con otros,
es natural considerar a nuestros semejantes con un espíritu de benevolencia
general, preocuparnos por sus infortunios y ayudarlos cuando ello no significa
un sacrificio para nuestros propios intereses. Pero existen grandes diferencias
entre una concepción egoísta y una altruista de la caridad.
Para un altruista, la generosidad hacia otros
es un primario moral y debería ser elevada hasta el punto del sacrificio, sobre
el principio: dé hasta que duela. Dar es un deber moral, sin importar cualquier
otro valor que uno tenga y el que recibe tiene derecho a ello. Para un egoísta, la generosidad
es una entre muchas otras formas de perseguir nuestros valores, incluyendo el
valor que encontramos en el bienestar de otros. Esto debería ser hecho en el
contexto del resto de los propios valores, sobre la base del principio: dé
cuando ello ayuda. No es un deber, ni los que lo reciben tienen derecho
a ello. Un altruista intenta considerar a la generosidad como una expiación de
culpa, asumiendo que hay algo pecaminoso en el hecho de ser capaz, exitoso,
productivo o rico. Un
egoísta considera esos mismos tratos como virtudes y ve a la generosidad como
una expresión del orgullo emanado en ellas.
QUE HORROR Y anti sano liberalismo:Declaracion de los Derechos del Hombre y del Ciudadano reconoce la Propiedad Privada inviolable, salvo cuando la grave necesidad social requiere la expropiacion.El salario justo y digno es el primer acceso a la propiedad (RErum Novarum)con tesis asi promoveis el socialismo.
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