CHICAGO
está llena de fábricas. Hay fábricas hasta en pleno centro
de la ciudad, en torno al edificio más alto del mundo. Chicago está llena de
fábricas, Chicago está
llena de obreros.
Al llegar al barrio de Heymarket, pido a mis
amigos que me muestren el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo
entero saluda cada primero de mayo.
-Ha de ser por aquí -me dicen. Pero nadie
sabe.
Ninguna estatua se ha erigido en memoria de
los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago. Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada.
El
primero de mayo es el único día verdaderamente universal de la humanidad
entera, el único día donde coinciden todas las historias y todas las
geografías, todas las lenguas y las religiones y las culturas del mundo; pero en los
Estados Unidos, el primero de mayo es un día cualquiera.
Ese día, la gente trabaja normalmente, y
nadie, o casi nadie, recuerda que los derechos de la clase obrera no han
brotado de la oreja de una cabra, ni de la mano de Dios o del amo.
Tras la inútil exploración de Heymarket, mis
amigos me llevan a conocer la mejor librería de la ciudad. Y allí, por pura curiosidad, por
pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido
entre muchos otros carteles de cine y música rock. El cartel reproduce
un proverbio del África: Hasta que los leones tengan sus
propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al
cazador.
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