A
una persona presa del orgullo y muy habladora le sugirió cierto sabio un retiro
de tres días seguidos con los ojos vendados.
También
le dijo que meditara continuamente en los “puntos ciegos” que genera la
soberbia.
Esa persona cumplió la tarea, primero a
regañadientes y, al final, por convicción.
Confesó que había sido difícil pero que había aprendido a ver el orgullo
como una especie de ceguera.
Lo que no se esperaba era que al final del
retiro el sabio le pasara
la venda de los ojos para la boca por otros tres días. Sólo podía
quitársela para comer en silencio y su misión era escuchar, escuchar y escuchar.
Al final del sexto día esa persona dijo que
ese ejercicio le había servido más que de lo que creía.
La razón es sencilla: uno aprende con experiencias, no tanto con sermones, consejos o lecturas que no se aplican.
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