Por eso el arte de los discursos, como notaron Platón, Aristóteles (en el mundo antiguo) y san Agustín (en el mundo cristiano), exige un profundo conocimiento de los corazones, de las personas, de sus situaciones existenciales, de sus estados anímicos, de sus miedos, de sus esperanzas, de sus dudas, de sus prejuicios, de sus problemas, de sus intereses, de sus anhelos más profundos.
Es difícil, desde luego, conjugar un buen dominio de un tema determinado y un buen conocimiento de las reglas de la exposición, de acuerdo con la “psicología” básica que permite descubrir qué discurso es adecuado para cada tipo de personas.Uno de los grandes retos del mundo de la comunicación consiste precisamente en eso: cómo encontrar las palabras aptas para cada corazón. Ese reto vale para cualquier forma de comunicación humana: desde la escuela hasta el programa televisivo, desde la orientación personal o la consulta psicológica hasta el diálogo entre amigos.
Vale también para el mundo de internet, con sus enormes posibilidades (la rapidez de información, la interactividad, la posibilidad de participar en chats y foros o de comentar noticias) y sus grandes riesgos.
El arte de los discursos ha sido, es y será siempre difícil. Pero vale la pena un esfuerzo constante por encontrar maneras con las que podamos conocer más y mejor a quienes nos escuchan, para que las palabras que les dirijamos se conviertan en un camino fecundo hacia el crecimiento en el saber, hacia el acercamiento a la verdad que todos anhelamos. Vale la pena tener un corazón abierto, enamorado, que percibe lo que ocurre en los destinatarios, y que busca siempre nuevos caminos para compartir eficazmente conocimientos que sirven, que unen, en el tiempo y en la eternidad.
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