RESUMEN
- A nadie le gusta el dolor. Es incómodo, inoportuno e incapacitante, un obstáculo importante en nuestra vida.
- A pesar de esto, el dolor es nuestro amigo. Nos indica que algo no está bien y que debemos actuar si no queremos que ocurra un daño más grave.
- Sin el dolor no podríamos detectar y evitar muchos de los peligros que nos rodean.
- El problema viene cuando acudimos a productos químicos para engañar a nuestros sentidos.
- Apagar el dolor cuando queramos es uno de los retos de la medicina moderna.
- Los tratamientos actuales contra el dolor actúan de forma genérica y más bien imprecisa.
- El objetivo es encontrar una nueva generación de estrategias que nos permitan silenciar específicamente aquellas células que son un problema cuando nos cansamos de escucharlo.
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Imaginemos un concurso de televisión en el que el público pudiera votar para desterrar del cuerpo humano alguno de los mecanismos fisiológicos más comunes (comer, dormir, estornudar, bostezar...). Sin duda ya en la primera eliminatoria la víctima sería el dolor. A nadie le gusta el dolor. Es incómodo, inoportuno e incapacitante. Es un engorro en el mejor de los casos y puede hasta convertirse en un obstáculo importante en nuestra vida.
Y a pesar de esto, el dolor es nuestro amigo. Por eso existe. Nos indica que alguna cosa no va bien, que debemos actuar si no queremos que se produzca un daño más grave. Por ejemplo, cuando nos torcemos el tobillo nos duele para que no se nos ocurra apoyarlo en el suelo y empeorar así la lesión. Gracias al dolor sabemos que no es bueno hacer cosas como jugar con fuego o golpear la cabeza contra una pared. Parece evidente, pero sin estas señales nerviosas tan delicadamente coordinadas no podríamos detectar y evitar muchos de los peligros que nos rodean. Ni tampoco tendríamos un aviso cuando algo no funciona en nuestro interior.
El problema viene cuando nos damos por enterados o cuando esta alarma se queda bloqueada en la posición de 'encendido' sin motivo aparente: no se puede desconectar. Hay que echar mano de la química para engañar a nuestros sentidos. Los analgésicos son fármacos muy útiles, pero tienen sus limitaciones. Encontrar el interruptor que nos permita apagar el dolor cuando queremos sin que esto genere efectos secundarios insoportables es uno de los retos de la medicina moderna.
Por eso son tan importantes los trabajos de los doctores Watkins, Minke y Julius, que acaban de recibir el premio Príncipe Asturias de Investigación Científica y Técnica. Antes de poder cambiar algo en nuestro organismo, tenemos que entender cómo funciona el proceso al nivel de las células y las moléculas implicadas, y esto es lo que sus estudios nos revelan. Los tratamientos actuales contra el dolor actúan de forma genérica y más bien imprecisa, y su efecto analgésico fue descubierto en muchos casos de forma accidental.
El objetivo es encontrar una nueva generación de estrategias que nos permitan silenciar específicamente aquellas células que son un problema, bloquear los mecanismos que les permiten generar y trasmitir el impulso doloroso. Es parecido a lo que estamos viendo en el campo del cáncer y las nuevas terapias moleculares dirigidas, algo que será cada vez más común en esta nueva era de la biomedicina en la que nos encontramos.
Watkins, Minke y Julius, cada uno desde su especialidad, han aportado información clave para entender cómo funciona el dolor. No tenemos aún todos los datos, naturalmente. Como todos los procesos biológicos, el dolor es terriblemente complicado. Por ejemplo, tan sólo hace unos días se descubría una explicación a nivel celular de porqué la acupuntura es capaz de calmar ciertos dolores. Nos queda mucho por entender. Es importante reconocer la contribución esencial de estos tres científicos, sin la cual no sería posible, en un futuro esperemos que próximo, dar el siguiente paso: hacer callar el dolor cuando nos hartamos de escucharlo.
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Salvador Macip es médico, científico y escritor. Se doctoró en Genética Molecular en la Universidad de Barcelona y trabaja actualmente en su propio laboratorio de la Universidad de Leicester, Reino Unido, donde es profesor de Mecanismos de Muerte Celular.
- A nadie le gusta el dolor. Es incómodo, inoportuno e incapacitante, un obstáculo importante en nuestra vida.
- A pesar de esto, el dolor es nuestro amigo. Nos indica que algo no está bien y que debemos actuar si no queremos que ocurra un daño más grave.
- Sin el dolor no podríamos detectar y evitar muchos de los peligros que nos rodean.
- El problema viene cuando acudimos a productos químicos para engañar a nuestros sentidos.
- Apagar el dolor cuando queramos es uno de los retos de la medicina moderna.
- Los tratamientos actuales contra el dolor actúan de forma genérica y más bien imprecisa.
- El objetivo es encontrar una nueva generación de estrategias que nos permitan silenciar específicamente aquellas células que son un problema cuando nos cansamos de escucharlo.
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Imaginemos un concurso de televisión en el que el público pudiera votar para desterrar del cuerpo humano alguno de los mecanismos fisiológicos más comunes (comer, dormir, estornudar, bostezar...). Sin duda ya en la primera eliminatoria la víctima sería el dolor. A nadie le gusta el dolor. Es incómodo, inoportuno e incapacitante. Es un engorro en el mejor de los casos y puede hasta convertirse en un obstáculo importante en nuestra vida.
Y a pesar de esto, el dolor es nuestro amigo. Por eso existe. Nos indica que alguna cosa no va bien, que debemos actuar si no queremos que se produzca un daño más grave. Por ejemplo, cuando nos torcemos el tobillo nos duele para que no se nos ocurra apoyarlo en el suelo y empeorar así la lesión. Gracias al dolor sabemos que no es bueno hacer cosas como jugar con fuego o golpear la cabeza contra una pared. Parece evidente, pero sin estas señales nerviosas tan delicadamente coordinadas no podríamos detectar y evitar muchos de los peligros que nos rodean. Ni tampoco tendríamos un aviso cuando algo no funciona en nuestro interior.
El problema viene cuando nos damos por enterados o cuando esta alarma se queda bloqueada en la posición de 'encendido' sin motivo aparente: no se puede desconectar. Hay que echar mano de la química para engañar a nuestros sentidos. Los analgésicos son fármacos muy útiles, pero tienen sus limitaciones. Encontrar el interruptor que nos permita apagar el dolor cuando queremos sin que esto genere efectos secundarios insoportables es uno de los retos de la medicina moderna.
Por eso son tan importantes los trabajos de los doctores Watkins, Minke y Julius, que acaban de recibir el premio Príncipe Asturias de Investigación Científica y Técnica. Antes de poder cambiar algo en nuestro organismo, tenemos que entender cómo funciona el proceso al nivel de las células y las moléculas implicadas, y esto es lo que sus estudios nos revelan. Los tratamientos actuales contra el dolor actúan de forma genérica y más bien imprecisa, y su efecto analgésico fue descubierto en muchos casos de forma accidental.
El objetivo es encontrar una nueva generación de estrategias que nos permitan silenciar específicamente aquellas células que son un problema, bloquear los mecanismos que les permiten generar y trasmitir el impulso doloroso. Es parecido a lo que estamos viendo en el campo del cáncer y las nuevas terapias moleculares dirigidas, algo que será cada vez más común en esta nueva era de la biomedicina en la que nos encontramos.
Watkins, Minke y Julius, cada uno desde su especialidad, han aportado información clave para entender cómo funciona el dolor. No tenemos aún todos los datos, naturalmente. Como todos los procesos biológicos, el dolor es terriblemente complicado. Por ejemplo, tan sólo hace unos días se descubría una explicación a nivel celular de porqué la acupuntura es capaz de calmar ciertos dolores. Nos queda mucho por entender. Es importante reconocer la contribución esencial de estos tres científicos, sin la cual no sería posible, en un futuro esperemos que próximo, dar el siguiente paso: hacer callar el dolor cuando nos hartamos de escucharlo.
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Salvador Macip es médico, científico y escritor. Se doctoró en Genética Molecular en la Universidad de Barcelona y trabaja actualmente en su propio laboratorio de la Universidad de Leicester, Reino Unido, donde es profesor de Mecanismos de Muerte Celular.
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