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ANOREXIA INVADE LOS COLEGIOS

La fiebre por lucir flaca, ‘jeans’ descaderados, camiseta ajustada y ‘piercing’ en el ombligo es una obsesión peligrosa para miles de jovencitas. Padres de familia deben estar alertas.

Escena 1: Luis mira televisión. Su hermana Camila entra a la habitación y le pregunta mostrándole angustiada su pinta nueva: “¿Cómo me veo? ¿Estoy muy gorda?”. Luis, enojado, responde: “A usted ya nada le queda bien. Se convirtió en un saco de huesos”.

Escena 2: Camila entra a la habitación del hospital donde acaban de operar a su abuelo. Su padre le mira los pantalones a cuadros que logran, por algunos segundos, distraerlo del abuelo convaleciente. Mirando a su hija a los ojos le dice: “No había visto nada igual. Usted se está matando”.

Escena 3: Camila intenta levantarse. Pero es inútil, la debilidad ganó la batalla y no logra mover su cuerpo. María Mercedes, su madre, se arrodilla al pie de la cama y le dice llorando: “Camila, por Dios, dígame ¿por qué se quiere morir?”

Camila Pombo tenía 16 años cuando empezó a sentirse gorda y cuando estas escenas empezaron a convertirse en una película de terror que duró cinco años. Estudiaba undécimo grado en el colegio Santa María, donde sus amigas jugaban a comer y vomitar. Su peso se convirtió en una obsesión y el ejercicio en un ritual. Camila, sin saberlo, sufría de anorexia, la enfermedad que según expertos, se está convirtiendo en Colombia en un problema de salud pública y que tiene con los pelos de punta y las antenas puestas a más de un colegio en Bogotá.

A pesar de que no existen estadísticas precisas, según la Cruz Roja, entidad que está programando un seminario sobre bulimia y anorexia para finales de este mes, en la mayoría de los colegios de Bogotá se pueden contar hasta seis casos de niñas enfermas. Pero Camila, quien ahora como sicóloga se dedica a ayudar a niñas que tuvieron su misma enfermedad, asegura que esa cifra se puede dar, incluso, en un solo curso.

Los colegios, especialmente los de estratos 5 y 6, se han armado de un equipo de sicólogos, médicos y nutricionistas para detectar cualquier alteración en la alimentación de sus estudiantes. “Tenemos un comité conformado por varios especialistas y desde hace dos años hacemos con los muchachos campañas de prevención. Recibimos un reporte de los profesores y tenemos un listado con las niñas que consideramos en riesgo”, asegura Mónica Cortés, nutricionista del colegio San Jorge de Inglaterra.

Según la sicóloga Annie de Acevedo, quien trabaja el tema en el Nueva Granada, son muchos los colegios de Bogotá que están actuando para controlar la enfermedad. “Al universitario, en cambio, nadie le para bolas. A pesar de que es una población de alto riesgo está totalmente descuidada”, dijo la sicóloga. “También estoy trabajando con los sicólogos de los colegios en concesión y hemos detectado muchos casos de niños con trastornos alimenticios en los estratos 1 y 2”, añadió.

La doctora Nora Bartolini, especialista en psiquiatría y quien asesora el seminario de la Cruz Roja, asegura que los individuos susceptibles, con baja autoestima, ansiosos, rígidos y obsesivos son los más vulnerables.

“Es una enfermedad mental que tiene repercusiones físicas y que puede llevar a la muerte. Ha existido siempre pero ahora, con los cambios en el patrón de belleza, con las madres que sueñan con hijas reinas o modelos, con los jovencitos que se quieren lucir en la discoteca con la novia de jeans descaderados, camiseta ajustada y piercing en el ombligo y con la publicidad bombardeando con cuerpos esculturales y bebidas dietéticas, se ha convertido en una bola de nieve”, explica Bartolini.

Escena final: Después de muchos años, muchas lágrimas y mucha ayuda, Camila se come un par de mogollas con miel de abejas, su desayuno favorito.

Testimonio Camila Pombo
En quinto semestre, cuando investigaba para una exposición sobre la anorexia, me di cuenta de que tenía la enfermedad porque los síntomas eran los mismos.
Mi obsesión por la balanza comenzó en el colegio pero la enfermedad la desarrollé en la universidad. Me volví amargada, sólo comía frutas, tomaba agua, hacía ejercicio dos veces al día durante tres horas cada vez y tomaba laxantes a escondidas. A mi novio no le gustaban las niñas gordas y cuando pesaba 40 kilos, por fin, me dijo que me veía linda.

Sentía que era el peor ser que existía en la tierra y aunque nunca intenté nada, sí pensé muchas veces que me quería morir. Me odiaba. Me volví obsesiva y en lo único que pensaba era en estudiar.

Aunque en el espejo me seguía viendo gorda, llegué a pesar 36 kilos y a no tener que desabrocharme el pantalón para quitármelo.

Me quedé prácticamente calva, las uñas se caían por falta de calcio, tenía arritmia, acné y me salió una especie de pelusa por todo el cuerpo para protegerme del frío. Por falta de energía vivía helada y para salir a la calle me tenía que poner gorro, guantes, chaqueta y medias de lana, incluso en los días soleados. Pero prefería estar calva, sin uñas, con acné, con pelos en el cuerpo y con frío a estar gorda. 

Después de que aquella investigación para la universidad me reveló que estaba enferma, decidí que no podía seguir teniéndole miedo a la comida. Hablé con mi mamá, quien todo el tiempo investigó, me soportó y me ayudó, y juntas empezamos a luchar.

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