Cuenta la leyenda que hace muchos,
muchísimos años, el heredero del trono del Imperio Inca, se debatía entre la
vida y la muerte, siendo víctima de una extraña y misteriosa enfermedad.
Las
curas, rezos y recursos de los hechiceros nada lograban y desesperaban por no poder devolverle la
salud.
El
pueblo amaba intensa y entrañablemente al Príncipe de los Incas, invocaba a sus
Dioses y realizaba
sacrificios en su honor.
Fueron convocados los más grandes
sabios del reino,
quienes afirmaron que solamente podría sanarlo el maravilloso poder del agua de una
vertiente, ubicada en una lejana comarca.
Partieron
en numerosa caravana, vencieron infinidad de dificultades, marcharon durante
meses en que veían agotadas sus fuerzas, y un día se detuvieron ante una
profunda quebrada, en cuyo fondo corrían las aguas de un tempestuoso río.
Enfrente,
en el lado opuesto, se observaba el codiciado manantial, pero... ¿Cómo hacer para llegar a ese
inaccesible lugar?
Meditaron
durante mucho tiempo, tratando de buscar una forma de llegar hasta las
milagrosas aguas, pero todo era en vano.
Cuando ya la desesperación los dominaba: aconteció un hecho
extraordinario: de pronto se oscureció el cielo, tembló el piso granítico y
vieron caer, desde las altas cimas, enormes moles de piedra que producían un
estrépito aterrador.
Pasado
el estruendo, y más calmado el ánimo, los indígenas divisaron asombrados, un puente que les permitía
llegar sin dificultad hasta la fuente maravillosa. Transportaron hacia
ella al Príncipe, quien bebió de sus aguas y bien pronto recuperó la salud.
La
omnipotencia del Dios Inti, el Sol, y de Mama-Quilla, la Luna, habían realizado el milagro.
Así
surgió, según la leyenda, ese arco monumental de piedra, que recibió el nombre de Puente del Inca,
que se levanta custodiado por el Aconcagua, rodeado por la imponente belleza de los Andes.
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