¿Por qué las células de la sangre se
reponen cada pocos meses, mientras que la mayoría de las células del cerebro
duran toda la vida?
La maquinaria de la división celular es
extraordinariamente complicada. El proceso consta de numerosos pasos en los que la
membrana nuclear desaparece, el centrosoma se divide, los cromosomas forman
réplicas de sí mismos, son capturados en la red en la red formada por los
centrosomas divididos y se reparten en lados opuestos de la célula. Luego se
forma una nueva membrana nuclear a ambos lados, mientras la célula se constriñe
por el medio y se divide en dos.
Los cambios químicos involucrados en
todo esto son, sin duda alguna, mucho más complicados todavía. Sólo en los últimos años se han
empezado a vislumbrar algunos de ellos. No tenemos ni la más ligera
idea, por ejemplo de cuál es el cambio químico que hace que la célula deje de
dividirse cuando ya no hace falta que lo haga. Si supiéramos la respuesta, podríamos resolver el
problema del cáncer, que es un desorden en el crecimiento celular, una incapacidad de las células
para dejar de dividirse.
Una criatura tan compleja como el
hombre tiene (y debe tener) células extraordinariamente especializadas. Las células pueden
realizar ciertas funciones que todas las demás pueden también realizar, pero es que en cada caso llevan
su cometido hasta el extremo. Las células musculares han desarrollado una eficacia extrema en
contraerse, las
nerviosas en conducir impulsos eléctricos, las renales en permitir que pasen sólo ciertas sustancias
y no otras. La maquinaria dedicada en esas células a la función especializada
es tanta, que no hay lugar para los mecanismos de la división celular. Estas
células, y todas las que
poseen un cierto grado de especialización, tienen que prescindir de la división.
En
términos generales podemos decir que una vez que un organismo ha alcanzado pleno desarrollo, ya no hay
necesidad de un mayor tamaño, ni necesidad, por tanto, de más células.
Sin
embargo, hay algunas que están sometidas a un continuo desgaste. Las células de la piel
están en constante contacto con el mundo exterior, las de la membrana
intestinal rozan con los alimentos y los glóbulos rojos chocan contra las paredes
de los capilares.
En todos estos casos, el rozamiento y
demás avatares se cobran su tributo. En el caso de la piel y de las membranas
intestinales, las células de las capas más profundas tienen que seguir siendo
capaces de dividirse, a fin de reponer las células desprendidas por otras
nuevas. De hecho, las
células superficiales de la piel mueren antes de desprenderse, de modo
que la capa exterior constituye una película muerta de protección, dura y
resistente. Allí donde el rozamiento es especialmente grande, la capa muerta
llega a formar callo.
Los glóbulos rojos de la sangre carecen
de núcleo y,
por consiguiente, de esa maquinaria, de división celular que está
invariablemente concentrada en los núcleos. Pero en muchos lugares del cuerpo, sobre todo en
la médula de ciertos huesos, hay células provistas de núcleos que se pueden
dividir y formar células hijas; éstas a su vez, pierden gradualmente el núcleo
y se convierten glóbulos rojos.
Algunas células que normalmente no se
dividen una vez alcanzado el pleno desarrollo pueden, sin embargo hacerlo
cuando hace falta una reparación. Un hueso, por ejemplo, que hace mucho que ha
dejado de crecer, puede volver a hacerlo si sufre una rotura; crecerá lo justo
para reparar la fractura y luego parará. (¡Qué lástima que las células nerviosas no puedan hacer
lo propio!)
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