Por un país al alcance de los Niños
Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer.
Muchos de ellos, y otros que llegarían después,
eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para
quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.
Cristóbal Colón,
respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China,
había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de
la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras
aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de
flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de
a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los
parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que
cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón.
Pero su corazón perdió los estribos cuando
descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los
collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y
que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel
esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a
ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de
dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde
estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber
quiénes somos.
Era un mundo más
descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de
habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades
monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas
magistrales de cuenta y razón, y archivos y memoriales de uso popular, que
sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes
públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y
animales de oro y plata en tamaño natural. Loa aztecas y los mayas habían
plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes
acezantes, y tenían emperadores clarividentes y artesanos sabios que
desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes
de los niños.
En la esquina de los grandes océanos se extendían
cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y
que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil años
varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con
sus identidades propias bien definidas. No tenían noción de estado, ni unidad política entre ellas, pero habían
descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias.
Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología
vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez
creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -que tal vez
sea el destino superior de las artes- y lo consiguieron con aciertos
memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y
las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder
cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de
Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los
alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue
la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que
somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los
españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y
un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran
semejantes a los de hoy. Esto
dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la
ilusión de una unidad nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una
sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia
larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios
que encontraron los españoles estaban reducidos a un millón por la crueldad de
los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero
el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos
africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y
haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos
rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de
Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de
sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros
esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a
distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos españoles
segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de una alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de una alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la Independencia perdió la primera
oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes
románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauró una
república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de
la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón
Bolivar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros
españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28,
hizo fusilar a los prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su
comandante. Algunos de los buenos propósitos de la republica propiciaron de
soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y
otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no
fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones
políticas y civiles que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra
historia.
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese
sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a
buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión
superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de
ascenso personal. Ambos,
ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para
el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles
desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón
de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro
que no había existido nunca. A los conquistadores convencidos por las novelas
de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas
construídas en oro puro. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado
mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo
empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por
los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos
precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos
con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles:
fakires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva
York.
Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el
ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos.
Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que
viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más
recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por
las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad
con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún
colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota
es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.
Así es. Han
asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca
han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden la
ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que
añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos. En las ciudades menos
pensadas de cualquier país puede encontrarse a la vuelta de una esquina la
reproducción en vivo de una calle cualquiera de Colombia: las casas de colores
intensos, la fonda con el nombre de la ciudad amada, el salón de cine en
español, la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 de Agosto con sus chorros
de músicas enloquecidas, la plaza de árboles polvorientos todavía con las
guirnaldas de papel del último viernes fragoroso.
La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos,
como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores
trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las
doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al
aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes,
para borrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía
escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de
ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del
Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas
para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por
un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aun hoy estamos lejos de imaginar
cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.
Somos
conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los
síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una
versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para
clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que
nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos
complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que
vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo
nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños
se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de
poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan.
Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y
contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón,
hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento; que la
realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más
acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y
feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria
densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad.
Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor
y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota.
Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos
intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados,
pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de
olvido historico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos
tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad
sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexion, el ímpetu sobre la
razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional
por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de
los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo:
al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.
Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia.
Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia.
En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más
arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero
llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las
leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por
la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora
del día y de la noche por devastación criminal de los bosques tropicales, y
nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del
planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos
atrevemos a admitir que la realidad es peor. Somos capaces de los actos más
nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de
funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros
malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso -y Dios
nos libere- todos somos capaces de todo.
Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitirá descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad; queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.
La Misión de la Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma.
Que aproveche al máximo nuestra creatividad
inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán
desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las
artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un poeta de
nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas
enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante
siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin
la segunda oportunidad sobre la tierra que no ruvo la estirpe desgraciada del
coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance
de los niños.
Gabriel García Márquez
Santafé de Bogotá, Julio 1994
Santafé de Bogotá, Julio 1994
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