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LA FELICIDAD SÍ EXISTE


No es éste un título original. Hace ya muchos años, creo que por 1985, Roberto Hernández Montoya utilizó la misma frase para titular un artículo que trataba sobre Celia Cruz y la música caribeña. Unos días después de publicado éste, asistimos juntos a un concierto de la inmortal cantante cubana en el Hotel Tamanaco. Al concluir, Roberto se acercó a pedirle un autógrafo, pero el único papel con el que contaba era la página de periódico donde estaba el mencionado artículo. Entonces, la reina del sabor accedió amablemente, tomó el periódico entre sus manos y por casualidad firmó exactamente debajo del titular, haciendo que la frase pareciera de su autoría. En la página —que Roberto aún debe conservar— quedó escrito: «La felicidad sí existe. Firma: Celia Cruz».

El título viene al caso porque en estos últimos días he terminado por convencerme de que, al menos en mi experiencia personal, el correo electrónico —y en general la red de Internet— se han convertido en una especie de bálsamo, de oasis electrónico —de antídoto, también podría decir— al asedio de malas noticias, catástrofes y quejas desesperadas que reinan inexorablemente en todos los medios noticiosos del planeta. Cada vez que abrimos el correo electrónico, a la inversa de lo que ocurre por ejemplo con un noticiero televisivo, nos encontramos en la mayoría de los casos con buenas noticias, que van desde mensajes de amigos cuyo paradero desconocíamos; noticias sobre experiencias revolucionarias o instituciones innovadoras cuya existencia pasa desapercibida para los grandes medios; solicitudes de apoyo a campañas de defensa de derechos sociales en distintas partes del mundo; sistemas de información variada que nos ayudan a disfrutar a plenitud de la literatura, la ciudad y las artes en general; hasta ricos centros de acopio bibliográfico que nos permiten entender procesos complejos como la Asamblea Nacional Constituyente, sin necesidad de desplazarnos a una biblioteca o hemeroteca.

Eso, sin obviar que también llegan chistes, unos buenos, otros peores, mensajes leve o groseramente pornográficos y mucha basura comercial que rápidamente aprendemos a eludir.

Por ejemplo, comenzando esta semana recibí simultáneamente dos mensajes distintos. Uno proveniente de Rubio, estado Táchira. Otro, de Ponce, en Puerto Rico. El de Rubio, enviado por Rafael Rincón, un inquieto promotor cultural de la ciudad, nos relata la pequeña épica de la Televisora Cultural de Rubio. Una planta de televisión que, siguiendo el modelo de la pionera Teleboconó, es operada por 20 estudiantes de bachillerato que tienen la responsabilidad de producir un noticiero local, un programa de opinión, uno vecinal, uno deportivo y otro de orientación médica familiar. La experiencia forma parte de un programa piloto, desarrollado por las nuevas autoridades de Conatel, para el desarrollo de las comunicaciones alternativas, comunitarias y educativas. De no ser por el correo electrónico, y a pesar de que leo con frecuencia la prensa tachirense, no me hubiese enterado de su existencia.

El mensaje enviado desde Puerto Rico, y re-enviado luego por amigos venezolanos, nos remite a otro terreno. Se trata de una convocatoria, muy bien diseñada gráficamente, a un concierto que Willie Colón ofrecerá el próximo octubre en la isla, como parte de la campaña que desarrollan los movimientos independentistas para exigir el desalojo de la marina de guerra norteamericana, instalada en la pequeña isla de Vieques. La página, además de permitir el acceso al site de Willie Colón —donde es posible incluso escuchar sus canciones— ofrece una información detallada sobre la biografía y la situación legal de los puertorriqueños presos por razones políticas en Estados Unidos y sobre las diversas formas de apoyarlos y luchar por su libertad.

Caracas también se ha convertido en un gran centro de experiencias múltiples en el uso de la Internet. Un caso interesante lo constituye Caracas Café, una página web dedicada exclusivamente a ofrecer informaciones, noticias y juicios críticos sobre los diversos cafés que se abren y se cierran en la ciudad. Pero, a diferencia de las páginas de información gastronómica dominantes en nuestra prensa, caracas café se ha convertido en una suerte de paladín de los consumidores, castigando sin indulgencia la mala calidad o el pésimo servicio y premiando las bondades de algunos de los cafés que allí se reseñan.

Otra experiencia, que recién comienza, la constituye Comala.com, un centro de ventas electrónicas, dedicado a la distribución de libros, videos y CDs musicales de autores latinoamericanos, y que tiene la particularidad de promover tertulias y foros electrónicos que en muy corto tiempo han venido a ampliar el panorama cultural de la ciudad y del país, sacando de las salas tradicionales —como lo hacen tantas otras redes venezolanas— las posibilidades de debate interactivo con escritores, investigadores y analistas de diverso tipo.

Pero entre todos estas innovaciones, cuya sola enumeración desbordaría esta página, existe una cuya concepción, importancia y rapidez es la muestra local más contundente de la revolución que ha comenzado a ocurrir frente a nuestros ojos con el desarrollo de estas redes electrónicas. Me refiero a La BitBlioteca.

La BitBlioteca, como su nombre lo indica, es una biblioteca que en vez de estar compuesta de átomos, es decir, de papeles, está conformada por bytes, es decir, por registros electrónicos. Que en vez de tener una sede fija en algún edificio de alguna ciudad de algún país, está ubicada en la red y se puede acceder a ella desde cualquier lugar del mundo, gratuitamente, sin registro previo, sólo marcando su dirección electrónica. Y que, en vez de tener años de retraso, en ocasiones décadas —como algunas de nuestras bibliotecas universitarias—, es capaz de publicar hoy, artículos que aparecerán en la prensa de mañana. Además, no es especializada, en ella se pueden encontrar desde Cervantes y Sartre hasta los más conocidos columnistas venezolanos. Tampoco es discriminatoria ni, que se sepa, tiene vocación comercial alguna. Su bibliotecario, que en realidad es el primer «bitbliotecario» en la historia venezolana, es Roberto Hernández Montoya, el mismo de Celia Cruz. Este es su credo: «La BitBlioteca es un proyecto infinito. Parte del principio de que no hay límite para lo que puede ser publicado. No hay límite por el volumen, no hay límite por lo ideológico, no hay límite por lo conveniente [...] Basta que un sector de la sociedad considere que un documento es importante para que sea elegible por la BitBlioteca». Borges también lo hubiese firmado: la felicidad sí existe

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